
Ella observaba con curiosidad, casi infantil, desde la diminuta ventana de la oscura y triste habitación, de escasos dos por dos metros, las tercas hojas de la copa del único árbol que coronaba el austero jardín de aquel patio donde raramente podía caminar. Se resistían firmes y altivas a caer; se bamboleaban de un lado a otro combatiendo la furia del viento y la furia del agua; signos inequívocos y caprichosos de la naturaleza en su estación del año preferida. Le recordaba cuando dos décadas atrás contemplaba desde la ventana de la habitación en casa de su abuela cómo los árboles se desnudaban.
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