Entré al bar a tomar un aperitivo y ahí estaban ellos en la mesa del fondo, sonrientes y felices. Apenas ella me vio se levantó bruscamente y salió. Yo decidí ir tras ella; Gustavo se quedó en la mesa tomando un Dry Martini. Corrí lo más rápido que pude. Le grité, con el escaso hilo de voz que escapaba a regañadientes de mis cuerdas vocales, que me esperara: ¡Daniela, Daniela, espera por favor! La debilidad que provocaba en mí la fiebre de esta última semana y mi afonía me jugaban una mala pasada en aquélla carrera. Desee estar sano y joven en aquél momento.
-Si tuviese unos veinte años menos y fuese un hombre sano, ella no se hubiese marchado, pensé. Ya de nada vale pensarlo, ¿para qué? Ella ahora está con Gustavo, ¡Que ironía! Hasta se ven bien juntos, los condenados, hacen una buena pareja.
Solo quería hablarle, -¿por qué huyes?, le grité desesperadamente.
Creo que corrí alrededor de ocho a diez cuadras y no pude alcanzarla; desapareció entre aquellas estrechas calles. ¿Por qué escapa, no entiendo por qué huye?
Un fuerte mareo sacudió mi cabeza; veía las máscaras de los transeúntes moverse, estábamos en pleno Carnaval de Venecia, sentía que se encimaban cada vez más, me sentí turbado y empecé a perder la vista, me desplomé. Calculo que fueron pocos minutos los que habría estado ahí tendido en el suelo, en ese pequeño ángulo donde decidí refugiarme cuando me percaté que estaba perdiendo la visión. Nadie me auxilió, seguro pensaban que estaba solo ebrio. Claro, estábamos en plena euforia por los carnavales.
Me levanté, decidí regresar en dirección al bar a buscar a Gustavo, seguro se estará preguntando qué pasó. ¿Ya estará de regreso? Qué digo? Caminé con calma entre la multitud. La fuerte mezcla de olor a alcohol, nicotina, sudor y las aguas de los canales me provocaron nauseas.
Mientras hacía el recorrido recordé nuestro primer encuentro: ella entró a mi primera clase, cinco minutos luego de haber empezado; se hizo un silencio y las miradas se dirigieron hacia ella. Una chica bella y joven, cara de niña ingenua poco vivida; debajo de aquel vestido un tanto hippie se dibujaban unas pequeñas curvas que dejaban ver aquél cuerpo de guitarra. Por segundos la imaginé desnuda. Desde mi divorcio, hacía ya casi tres años en aquél momento, no recuerdo haber sentido nada igual.
Calculé que le doblaba la edad, y le cuadruplicaba en experiencia: dos divorcios, tres hijos, una hijastra y un hijastro. Era la primera vez que una jovencita alumna me gustaba. Volví a mi clase.
Los ochenta y cinco minutos que siguieron, perdí la cuenta de cuantas veces fijé mis ojos en ella. Tenía una belleza antigua inquietante y era definitivamente sexy. Ella nunca esquivó mi mirada. Intuí que la fascinación y morbo que me producía, era recíproca.
En mi record académico intachable, jamás me había involucrado con una alumna o exalumna. Para mí ese era un principio no negociable. Con mis años y mi libertad, pensé que tal vez era hora de transgredir un poco las reglas, pero esperar que terminara el semestre para invitarla a salir era esperar mucho tiempo, un tiempo que yo precisamente no tenía.
Sin darme cuenta infringí rápidamente mis principios; antes del mes Daniela y yo hacíamos el amor tres o cuatro veces por semana, en el departamento estudio que me había comprado a raíz de mi último divorcio. Era nuestro secreto.
En nuestro primer encuentro me percaté que probablemente era más vivida de lo que mi imaginación alcanzaba a calcular, y eso para un hombre de mi edad y experiencia era lo menos importante.
Nos dejamos llevar por la pasión y decidimos al mes siguiente vivir juntos. Yo me enamoré perdidamente de ella. Esperamos el tiempo prudencial para hacer público a nuestras familias y amigos más cercanos nuestra relación. Nadie apostaba por nosotros, y eso era lo que menos nos interesaba.
No era un capricho, no se convive cuatro años por terquedad con una mujer, al menos no era mi caso. Me enamoré y fui feliz, y yo creí que ella también lo era. Hasta el día en que sin decir una palabra se marchó, desapareció sin ninguna explicación. Ella también me había dejado, como mis dos esposas, que decidieron largarse.
La respuesta la obtuve pocos meses más tarde. Daniela estaba con otro, los encontré en una obra de teatro, tomados de la mano. Uno de los momentos más amargos e incómodos que he experimentado en mi vida. Ahí frente a frente, no hubo palabras, ellos pasaron a mi lado y rápidamente se escabulleron. Supongo que tampoco tendrían nada qué decir.
Me sentí doblemente traicionado. Entre tantos hombres justo estaba con él, con Gustavo, ese mocoso que crié como mi hijo durante doce años. Mis hijastros no eran como mis hijos, eran mis hijos. ¿Por qué con él? ¿Y desde cuándo me veían la cara de idiota?
Ambos desaparecieron y no volví a verlos, hasta esa noche en el bar. Quería hacer las preguntas, absurdas pero obvias, que hace todo hombre abandonado y traicionado. Apenas me vio salió corriendo y yo tras ella.
Ahí estaba de nuevo frente al bar, me armé de valor y entré, debía enfrentarlos, encararlos y preguntarle, ¿por qué, por qué me hicieron esto?
Al llegar vi que ninguno de los dos estaba ahí. Me sentí desesperado. Le pregunté al chico de la barra y me dijo que él no los había visto en toda la noche.
-No puede ser, si estaban en aquélla mesa sentados, luego llegó ella apenas me vio salió del bar.
Yo frecuentaba ese bar desde hace más de veinte años, muchas veces vinimos aquí juntos. Yo seguí frecuentándolo, ella desapareció también de ese lugar, y luego de dos años ahí estaban. Era mi momento, mi oportunidad de encararlos. Ellos no habían tenido el valor en aquél teatro y yo menos.
-Entraste solo al bar, te quedaste paralizado y enseguida te diste la vuelta y saliste corriendo. Aquí no estuvieron ellos, no estaban. ¿Te encuentras bien?
-Por supuesto que estoy bien, y si estaban, yo los vi.
-¿Qué sentido tendría mentirte, para qué? Vete a tu casa y descansa.
Me sentí perturbado y desolado al mismo tiempo, yo los vi, claro que los vi, ¿por qué carajo me lo oculta?
-Me senté en la acera y en ese momento una mano tocó mi hombro. Era Carlota, profesora de la Universidad y su marido.
-Rafael, ¿estás bien?
-¿Desde hace cuánto tiempo hace que están en el bar?
.-Desde hace unas dos o tres horas.
-Entonces has tenido que haberlos visto, Gustavo y Daniela estaban aquí, sentados al fondo.
Ambos se miraron con asombro.
-Al fondo estaban dos jovencitos, en ningún momento los vimos, dijo Carlota sin titubear. Te vimos entrar solo, te quedaste mirando fijamente, te llamé y ni siquiera respondiste, de repente te diste la vuelta y saliste apresurado. Pensamos que quizá algo habías olvidado.
-Vete a tu casa, descansa.
-Yo los vi, estoy seguro que aquí estaban.
Carlota me miró con una compasión que nunca antes había visto en sus ojos y tardó unos segundos en hablar.
-Rafael: descansa, duerme, has dejado de tomar tus píldoras, debes retomarlas. Daniela y Gustavo hace poco más de un año murieron en aquel accidente. ¿No lo recuerdas?
Apreté con todas mis fuerzas mi rostro; sus palabras eran mi sentencia final.
Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)
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