Matilde frotaba una y otra vez con toda la firmeza, y al mismo tiempo la delicadeza que sus manos le permitían, el paño sobre la cubertería fina de plata; arriba, abajo, arriba, abajo, limpiaba, y luego alzaba cada tenedor, cuchillo y cucharilla y colocaba frente a su rostro hasta comprobar al trasluz que estuviese brillante. Mientras lo hacía recordaba los años en que religiosamente le era asignado en el comedor del orfanatorio de las monjas donde se crió pulir toda la platería que ellas tenían y se rió con ironía porque no pensaba que la vida le devolviera como bumerang algo de lo que ella dijo nunca más haría: limpiar platería como una esclava.
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