Observé cómo caminó lentamente hacia la cama clínica que habían instalado en el cuarto de estudio en la planta baja de la casa para hacerle, un poco más cómoda, la corta vida que le quedaba. Ya Genoveva no podía subir y bajar escaleras por sí sola. Me pregunté qué podía hacer a esta hora allí, si suele llegar solo en la noche y por qué había entrado sigilosamente a la casa.
Evidentemente aprovechó el breve lapso de la pausa de almuerzo de la enfermera para colarse como un ladrón. Este era uno de los tantos detalles que tenía bajo control: la cuidadora comía con la puntualidad de las campanas de una iglesia de provincia y a esa hora su hija y su nieta no se encontraban en casa. Mientras se acercaba a ella giró su cabeza un par de veces para controlar que, efectivamente, nadie estuviese cerca. Con toda la rapidez que el caso ameritaba sacó del bolsillo derecho de su pantalón, la jeringa y un pequeño frasco de vidrio; volvió a cerciorarse que ningún testigo pudiera dar cuenta del atroz crimen que estaba a punto de cometer. Genoveva dormía profundamente.
Preparó la inyección, se devolvió a la puerta de la habitación y verificó una vez más que no hubiese ningún testigo, claro, solo estaba yo, pero él no podía ni imaginarlo, ¿cómo? Con la frialdad de un asesino en serie, sin temblarle el pulso, ni con compasión alguna, introdujo la aguja que penetró lentamente en la base de la bolsa con el medicamento que le era suministrado a Genoveva día y noche, vació el contenido de la jeringa y salió rápidamente.
En fracciones de segundo Genoveva abrió sus ojos almendrados que lucían aún más grandes; su cuerpo se contraía y relajaba en rápidos y cortos espasmos al tiempo que emitía unos breves y leves gemidos; los que sus cuerdas vocales maltratadas por el exceso de cigarrillos y la agonía de la enfermedad que la aquejaba le permitieron sacar de golpe por el miedo y el sufrimiento. Yo jamás había presenciado tal desesperación en un humano y ahí estaba yo a pocos metros de distancia, rígido, inmóvil e impotente; en unos dos o tres minutos su cuerpo dejó de moverse y sus pupilas dilatadas y retinas vidriosas daban cuenta que ya se había extinguido en una muerte breve, agónica, e insospechada.
Hasta el día en el que decidieron reformar aquél sobrio estudio forrado de libros de techo a pared insertados en una hermosa biblioteca con un escritorio, dos sillas, un teléfono y un toca disco, mi peculiar vida transcurría en tranquilidad. Desde el primer momento que lo acondicionaron para ella mi tedio, pero también mi tranquilidad y paz se vinieron a menos: veía a diario el sufrimiento de aquélla bella mujer, observaba cómo entraban y salían familiares y amistades a visitarla durante el fin de semana. Junto a la enfermera, yo también padecía los insomnios. Pero esta montaña rusa emocional no era nada comparado a lo que había visto hoy. Estaba aterrorizado ante lo ocurrido.
Los gemidos de Genoveva no fueron lo suficientemente fuertes como para que la enfermera los escuchara en la cocina; finalmente volvió al cabo de unos treinta minutos a la habitación y al percatarse de la muerte de la señora, agitada y nerviosa salió corriendo, ese minuto se me hizo eterno. Volvieron la enfermera, la hija de Genoveva y su nieta. Vi la tristeza en sus rostros, deseé en ese momento tener la capacidad de hablar y poder gritar lo que había ocurrido, pero esto por supuesto no me era posible, no era el caso. Me sentí impotente.
Era de esperarse que todos creyeran que había muerto a consecuencia de la terrible enfermedad con la cual ella batallaba desde hace poco más de dos años. Solo yo sabía lo que había ocurrido y que este triste crimen quedara impune me turbaba por completo. No tenía ni idea de cómo esto afectaría mi vida.
Al cabo de unas dos horas, llegó él, su asesino. Su hija y nieta corrieron a abrazarlo, el fingió estar sorprendido y fue hasta Genoveva y la abrazó como si realmente sintiera dolor por su partida. Al cabo de pocos minutos llegó el médico, luego algunos de los familiares más allegados. Horas más tarde sacaron el cuerpo de Genoveva de la habitación, cerraron la puerta y solo quedó el ensordecedor sonido del silencio y mi tristeza.
-¿Qué estará pasando?, me preguntaba una y otra vez.
No podía hacer nada al respecto, solo esperar.
-Y ¿por qué la habrá asesinado?, pensé.
Genoveva amaba la vida y aún se aferraba a la triste estadística que había escuchado de uno de sus médicos tratantes. No deseaba morir, así que su asesino, su marido, no lo hizo cumpliendo una voluntad o último deseo de su esposa; tampoco había una razón económica.
No creo que la motivación haya sido el sufrimiento de él, o tal vez pensar que con esta decisión le ahorraría el dolor y sufrimiento de su enfermedad; tanto altruismo no cabía en este hombre egocéntrico. Además, hacía mucho tiempo que ya había dejado de respetarla, considerarla y amarla. Fui testigo de tantas cosas cuando esta habitación era el estudio que no me quedaba resquicio de duda al respecto.
-¿Por qué lo hizo entonces?
-¿Sería para liberarse y poder en un tiempo prudencial, cuidando las formas de su clase social, poder introducir en el núcleo familiar a su amante secreta de años como la nueva pareja que venía a aliviarlo con su dolor de viudo infeliz? Me parecía atroz, pero todo era factible.
Pasaron varios días antes que alguno de los miembros de la familia volviera a entrar en la habitación y yo ahí en ascuas, sin saber nada, nervioso, intranquilo. Fue solo una semana después cuando la doméstica entró a limpiar la habitación. La tuve tan cerca que hubiese querido poder hablar y preguntarle cómo estaban las cosas, saber si podía decirme algo. Limpió y cerró la puerta condenándome nuevamente a mi estado de intranquilidad y la culpa que me atormentaba.
Por primera vez en muchos años me sentí atrapado en aquél hermoso marco y sujetado como con camisa de fuerza a esta pared. Pero ningún esfuerzo que hiciera tendría sentido, solo era un testigo silente. Hasta este momento no cuestionaba mi naturaleza y mis limitaciones. Nada podía hacer para liberarme y cambiarlo, siempre había sido y sería un testigo silente en aquellas cuatro paredes: un enorme y bello espejo decorativo.
Muchas noches deseé que al día siguiente cualquier evento inesperado ocurriera: que la doméstica entrara y limpiándome tropezara, me cayera y rompiera, acabando así con mi inútil y atormentada vida; o tal vez que ocurriera un terremoto y muriera de golpe; o quizá que la casa fuese vendida y pasara a manos de los nuevos dueños y así no tener que ver nunca más al asesino. Pero, ¿y si vendían la casa y el asesino me llevaba con él?, tendríamos que convivir por el resto de su vida o de la mía. No podía tener idea cómo este crimen cambiaría mi peculiar existencia.
-¿Estaré confinado a vivir con la culpa?
Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)
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