Londres, diciembre de 1968, un día viernes. Se levantó más temprano de lo habitual ese día; los nervios de su primera vez sin lugar a duda eran la causa. Quería lucir bien, con el atuendo adecuado; no tan formal, no tan elegante, pero tampoco muy casual. Una vía de medio que la hiciera aparentar quizá más de edad de la que tenía para ese entonces.
Revisó su bolso para chequear que no olvidara nada. Repasó minuciosamente en su mente las palabras que le diría, las preguntas que había preparado y calculado, casi milimétricamente. Quería manejarse con naturalidad, lucir ante aquel hombre experimentado no como una aprendiz, sino como alguien que ya tiene cierta experticia en ese terreno.
Llegó con unos quince minutos de antelación al lugar del encuentro. Se anunció como estaba previsto. Se sentó y mientras fingía leer uno de los artículos de las tantas revistas, repasaba otra vez una a una las preguntas. Secó cuidadosamente el sudor de sus manos, uno de los signos delatores de la agitación nerviosa. Los minutos de espera se hicieron interminables. Su corazón latía cada vez más fuerte.
—No puedes lucir nerviosa, no puedes lucir nerviosa, recitó mentalmente como un mantra. Tranquila, relájate, acostúmbrate, este será quizá tu oficio para el resto de la vida. Bueno, pero es natural que esté nerviosa, soy humana. Esta es mi primera vez, se dijo para darse fuerza.
Finalmente apareció en la escena, ahí estaba caminando en dirección hacia ella. Se levantó del sillón y mientras se acercaba sintió sus ojos recorrer toda su anatomía, de arriba a abajo, de abajo a arriba. Hizo una radiografía de su cuerpo e indumentaria en 5 segundos; por su mirada escrutadora la joven pudo intuir rápidamente qué tipo de persona era. Los ojos y la forma en que una persona mira hablan por ella.
Mientras estrechaba su mano, le dijo su nombre. Me llamo Margaret Spencer dijo ella. El suyo, obviamente ya lo sabía. Era un hombre reconocido en la ciudad y en el país.
—¿Me repites tu nombre? Lo repitió lentamente haciendo siempre contacto visual.
¿Pero qué edad tienes tú. Eres una niña? Se quedó apenas dos o tres segundos en silencio, para tratar de articular velozmente una respuesta coherente, porque la descolocó; en realidad no esperaba tal recibimiento. No hubo tiempo. Lo que vino a continuación fue aun peor:
—¿Cómo se le ocurre a tu jefe, que me conoce muy bien, mandarte a entrevistarme? Tú tienes cara de ser una pasante, una jovencita que apenas comienza en este oficio, una persona inexperta. Yo soy un hombre de mucha trayectoria, reconocido públicamente entre los principales…
Dejó de escucharlo por segundos. Una avalancha de pensamientos y emociones sentía en ese momento. Esto no estaba escrito en el guion inicial de su primera vez. Sus piernas comenzaron a temblar, el rubor fue cubriendo cada milímetro de su cuerpo, un nudo pareció atascársele en la garganta.
—No llores, no llores. Se repitió mientras aquel hombre de ego inflado y mirada desafiante continuaba en su escena avasalladora.
Después de una respiración profunda la joven, aparentemente frágil, respondió a la estocada.
—“Tengo suficiente edad para comenzar en este oficio, si soy una pasante y esta es mi primera entrevista. Todos tenemos un inicio. ¿Usted olvido cómo fue el suyo? Yo este por supuesto nunca lo olvidaré. Usted es libre de recibirme o no, tiene esas dos opciones: llamar a mi jefe y que mande a otra persona con más experiencia que yo o que se la haga yo”, dijo con firmeza.
—Vamos jovencita, hazme la entrevista. No tengo mucho tiempo. Y volvió a mirarla de arriba abajo y de abajo a arriba. Soltó una carcajada
—Tienes carácter, eres frontal, me gusta tu coraje, llegarás lejos.
Vaya manera de comenzar. Te golpean y luego te dan el caramelito. Es perverso, pensó ella. Seguido de un mandato: vamos haz la entrevista como si nada pasó.
Así fue, hizo las preguntas del guion preparado y un par más que surgieron al momento. Terminó la entrevista. Se levantó y le agradeció por su tiempo.
—Ya yo luego hablaré con tu jefe. Confío en su gran olfato periodístico y talento. Hasta Luego.
Apenas salió de aquél edificio, toda la adrenalina contenida estalló en un segundo. Empezó a llorar y la gente la miraba con curiosidad, solo una señora se acercó
—¿Estas bien, necesitas ayuda jovencita?
Balbuceó con tono bajo: gracias, no se preocupe. Estoy bien.
Entró al bar más cercano, ordenó un Té. Lo tomó con prisa y luego bajó al metro. Aún como desconectada del aquí y el ahora, repasaba en su mente lo sucedido con rabia, con incredulidad, con tristeza. Decidió no contar a nadie lo sucedido. ¡Qué primera vez!
Regresó a su trabajo, se sentó frente a la máquina de escribir. Tardó mucho tiempo en ordenar las ideas y redactar un texto coherente. Lo entregó a su jefe. Al rato él la llamó y con asertividad le dijo: hay cosas que quiero corregir y me gustaría por ser tu primera entrevista que lo hiciéramos juntos, tengo algunas observaciones.
Ella empezó a llorar, ante la mirada de sorpresa de su jefe; el hombre más joven de ese prestigioso diario. A sus ojos tal vez ese llanto le parecía un poco desproporcionado, en ese momento.
—¿Qué pasó, por qué lloras? No entiendo. Hiciste un buen trabajo. Solo hay que corregir algunas cosas. ¿Tiene que ver contigo o paso algo en particular con él?
Margaret prefirió no contar nada de ese desagradable episodio. Para la joven no tenía sentido. No sumaba, no quería, no podía.
—Es la adrenalina del momento, los nervios y la presión, es mi primera vez; le dijo sin mirarlo a los ojos.
—Siempre hay una primera vez para todo, tranquila. Ya irás haciendo la coraza, en este oficio es necesaria, y cómo. No te di un entrevistado sencillo, lo sé. Ese era parte del desafío. Lo has hecho bien. Por hoy terminamos. Anda y no llores más.
Margaret siguió su camino, haciéndose coraza. Transcurrieron doce años para que volviera a ver a aquél hombre. Ella ocupaba una posición de Gerente en una importante empresa, su jefe organizó un encuentro con el que seguía siendo uno de los hombres más reconocidos y exitosos en su campo para hacer unas alianzas estratégicas de negocio. Ahí estaba, por supuesto él no sabía quién era ella, esta vez no la miró como en el pasado; Margaret, nuevamente tuvo que repetirle su nombre.
Ella lo observó, ya no desde la mirada de aquella joven nerviosa e inexperta, más bien con agradecimiento. El le había mostrado su primera enseñanza en este oficio: el coraje.
Margaret no olvidó: el episodio, la lección, el aprendizaje personal y profesional. Esa primera cicatriz, obviamente ya curada, cuya leve marca le recuerda lo humano. Ese hombre déspota y ególatra, su primera vez. ¡Vaya primera vez!
Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)
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