Julio 2013, salgo de mi lugar de trabajo para dirigirme a la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, a dar mi clase de “Antropología de la Organización” en la maestría de Comunicación Organizacional como usualmente hacia una vez a la semana. El trayecto que normalmente hacía, por el convulsionado tráfico caraqueño era en promedio dos horas, dos horas y media; es mucho lo que se puede hacer metida en un carro manejando en una gigantesca cola de vehículos durante ciento veinte minutos o ciento cincuenta minutos: escuchar la radio, comer, leer, maquillarse.
Era mi rutina habitual, en la mañana y en la tarde, pasar entre cuatro y cinco horas por el bendito tráfico; se asume como parte normal de la vida caraqueña. El día de mis clases le sumaba dos más, es decir entre seis y siete horas. Sólo el que ha vivido en Caracas lo entiende.
Para ese entonces formaba ya parte de la minoría a los cuales las estadísticas de robo, atraco, secuestro exprés (fórmula que aplican secuestradores donde una o varias personas son raptadas por horas o durante un día para robarle el dinero de cajeros automáticos o pedir un rescate a familiares) afortunadamente no había tocado. El caraqueño promedio vive con miedo, con el rosario en la boca –expresión coloquial venezolana que señala a una persona que se la pasa rezando para que nada malo le suceda– porque alguna vez ha sido víctima del hampa y la violencia; él, ella, o algún familiar o amigo.
Por ilustrar la realidad con cifras, para el año 2009 la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Ciudadana del Instituto Nacional de Estadísticas revelaba que el robo (69,8%) y el hurto (15,7%), eran los delitos de mayor ocurrencia en el área metropolitana de Caracas. Robos, secuestros, homicidios han aumentado exponencialmente en los últimos años. Justo para el año 2013, el Observatorio Venezolano de la Violencia, revelaba que lamentablemente Venezuela estaba entre los cinco países más violentos del mundo (junto con Honduras, El Salvador, Costa de Marfil y Jamaica).
Pasé grandes sustos, pero nunca llegaron a robarme. El primero de ellos, cuatro años atrás, en el 2009; había salido caminando del trabajo a entregar a unos documentos a un amigo en un centro comercial a unos cincuenta metros de la oficina, cuando dos motorizados me sorprendieron montándose en la acera, cortándome el paso y me pidieron que les entregara el celular que llevaba dentro de mi bolso; inmediatamente vi que no portaban armas y mi impulso fue correr, uno de ellos alcanzó a darme un golpe en la espalda y caí al suelo gritando, justo en ese momento un héroe cotidiano, el vigilante de seguridad armado del edificio de al lado empezó a gritar y correr hacia donde estaba y los motorizados arrancaron sin llevarse ni mi celular, ni mi bolso. Un gran susto.
El segundo, mayo de 2013; el aire acondicionado de mi vehículo se había dañado, ya empezaban a acusarse la ausencia de repuestos por la crisis en Venezuela, mientras me conseguían el compresor pues yo bajaba el vidrio del piloto (solo en las horas tempranas de la mañana) en la tarde era un desatino porque aumentaba las probabilidades de robo. Esa mañana, justo en un semáforo, a mi lado se detiene un motorizado, golpea mi vidrio y me dice “dame el celular”, igualmente rápidamente miré y no portaba arma. Hice finta de que iba a buscar en mi cartera el celular mientras rápidamente subí el vidrio, él alcanzó a meter su mato que quedó dentro de mi carro y me tiró del cabello y golpeó mi cabeza contra la ventana mientras gritaba con rabia:
—Puta, dame el maldito teléfono.
Yo empecé a gritar, el semáforo cambió y el siguió, yo continué manejando entre lágrimas y el cuerpo que de pies a cabeza, nunca me detuve. Seguí con el terror de me pudiera estar esperando más adelante. Por primera vez sentí verdadero miedo.
A partir de ese momento cada vez que manejaba y sentía el ruido de una moto, mi corazón se agitaba, y temblaban mis manos. El miedo, como a buena parte de los caraqueños se había instalado en mi cuerpo y pensé que solo era cuestión de estadística, que ésta en algún momento me alcanzaría y me robarían, pero por supuesto que rezaría para que así no fuera.
Y ahí estaba, dos meses más tarde en lo que sería mi tercer susto. Circulaba por la Avenida Rómulo Gallegos en el sector los Dos Caminos, para luego bajar hacia la autopista Francisco Fajardo, sentido este-oeste e ir a la Universidad. Otra vez el semáforo en rojo que estaba a solo tres carros de distancia del mío. Miro por el espejo retrovisor y veo dos motorizados en una moto en actitud sospechosa, el miedo ya instalado en mi cuerpo nuevamente hizo acto de presencia. La moto justo se detuvo a mi lado, el semáforo aún en rojo, veo como el parrillero –cuando van dos en una moto, el que va detrás se le llama de esta manera en Venezuela– abre su chaqueta y saca una pistola y veo justo en el carro de al lado una jovencita que hablaba por el celular, mientras conducía.
En fracciones de segundo pensé:
—Listo, primero ella y luego a mí. Apelé a mi Fe y mis héroes celestiales: A Dios, La Virgen, al espíritu de mi papá, mi ángel guardián desde hace veinte años y con toda la fuerza y la convicción que me disparó aquélla descarga de adrenalina dije:
—Háganme invisible para ellos. Háganme invisible para ellos. Háganme invisible para ellos.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, un nudo subió a mi garganta.
El motorizado golpea con la cacha del revolver el vidrio de la joven y le grita:
—Abre la ventana, dame el celular y la cartera, rápido, o te jodo.
Vi como la chica bajaba el vidrio y obedecía nerviosa, mientras yo seguía con mi letanía de rosario: Háganme invisible para ellos, háganme invisible para ellos, háganme invisible para ellos.
El semáforo cambió y ellos avanzaron.
Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)
Facebook: Narsa Silva Villanueva
Twitter:… @NarsaSilva
Excelente relato con sabor realista y ágico a la vez. Gracias.
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