Primera parte: Un solo aplauso…
Llegué al aeropuerto de Malpensa, Milán, con suficiente tiempo de antelación; había prechequeado on line el día anterior y eso facilitó el proceso; encabezaba la lista de pasajeros en pasar al counter de toda la fila que ya se había formado, y en pocos minutos ya me encontraba en la sala de embarque esperando para abordar el boing que me traería en mi primer viaje de regreso a mi país, Venezuela.
Dos horas y media de espera es tiempo suficiente para pensar en tantas cosas. En mi opinión, las salas de esperas médicas y las salas de espera de los aeropuertos, tienen esa particularidad, te conectan con los pensamientos y emociones; te hacen viajar mentalmente y mueven las emociones.
Ese pequeño viaje me reconectó con el recuerdo de aquél seis de septiembre de 2015, el día en que salí de mi país para irme a vivir a Italia y las emociones vividas: tristeza, nostalgia por dejar mi familia, mi país, las amistades, mi historia de vida, mi profesión, mi negocio; un proyecto que había emprendido recientemente, y al mismo tiempo la ilusión de lo que me esperaba al llegar, un nuevo proyecto de vida.
Emigrar había sido para mí siempre la última opción. Mi plan A y B siempre fue estar en Venezuela, pero la vida da muchas vueltas y uno con ella, y a diferencia de muchos venezolanos no emigré por un proyecto laboral, por un proyecto de estudios, por la inseguridad, por la crisis política y económica. Emigré “literalmente” por amor; me reencontré con un antiguo amor y en esos giros inesperados pues todo fluyó para que esa historia suspendida en el tiempo reviviera. Así tomé la decisión de viajar hasta donde él vive desde hace muchos años: Italia.
Ahí estaba otra vez en una sala de embarque; esta vez para emprender mi primer viaje de regreso, con la emoción del reencuentro que me esperaba con mi gente, mi familia y con la expectativa de volver a mi país, verlo y vivirlo nuevamente luego de dos años, dos meses y catorce días, exactamente el pasado 21 de noviembre emprendí mi viaje.
Abordamos a la hora prevista el avión; el trayecto: Milán-Lisboa; casi tres horas de escala en Lisboa y luego casi nueve para aterrizar en Caracas. Ambos recorridos me tocó hacerlos sola en un puesto de dos, cosa que agradecí porque tenía la libertad de levantarme sin molestar a nadie para ir al baño y para moverme un poco.
Durante la escala en Lisboa me sucedieron dos pequeños eventos en particular: uno me conectó positivamente con lo que somos las mayoría de los venezolanos: gente cercana, agradable, educada, y el otro me produjo desconcierto y ruido interno: me conectó con algo que he leído últimamente en algunas redes y que me parecía ajeno, que algunos venezolanos en el exterior tratan no precisamente bien a sus compatriotas.
El primer evento: en la sala de embarque un venezolano de unos treinta y cinco años o un poco más, calculé, tenía una bebé en brazos y llevaba al hombro un bolso; se me acercó para preguntarme con tono amable dónde había comprado el café que estaba tomando. Le indiqué dónde estaba la máquina y le dije si me permitía que lo ayudara porque con la bebé y el bolso encima no podría hacerlo; me sonrió y me dijo “que bueno encontrar una compatriota amable”, me sorprendió su comentario y me pregunté ¿Por qué dice eso si los venezolanos somos así, amables? Fuimos juntos hasta la máquina, pedí su café y se lo entregué en sus manos. Me dio las gracias y se fue.
El segundo evento me hizo entender el comentario anterior del compatriota: luego de hacer muchos intentos para conectarme al wifi sin éxito en mi celular me acerqué hasta una mujer que estaba sentada a pocos metros de distancia en la misma sala y le pregunté si ella había podido conectarse al wifi y si por favor podía ayudarme. La mujer, venezolana que andaba con un joven, me miró de arriba abajo, de abajo a arriba, se levantó y me dijo en tono seco y cortante: No tengo idea y se alejó. Me quedó un sinsabor por la poca cortesía.
Abordamos el avión, el viaje tranquilo y sereno. Apenas pude dormir algo, por el malestar de gripe que traía. Las emociones a flor de piel. Finalmente cuando el piloto anunció el descenso del avión para aterrizar en el aeropuerto Internacional Simón Bolívar, fue inevitable, mi corazón empezó a latir más apresuradamente, sentí que un nudo subió a mi garganta, sentí deseos de llorar y las lágrimas de emoción y alegría por volver a mi tierra salieron sin timidez, acompañadas de la tristeza de que no hubo ningún aplauso.
Cualquier venezolano y extranjero en el país que haya viajado al exterior y vuelto sabe que siempre cuando el avión tocaba tierra en Maiquetía los pasajeros aplaudían: venezolanos, extranjeros residentes e incluso los turistas. En esta oportunidad, no hubo aplausos, solo uno, el mío. Solo un aplauso
Aplaudí por la alegría de quien celebra volver a su tierra, abrazar y sentir a su gente, aplaudí también pese a la tristeza de saber que la Venezuela que dejé quizá no sea la misma que encuentre y como me dijo mi querido Jean Claude Fonder, la vea “con ojos nuevos”, totalmente cierto, pero al fin y al cabo es MI PAIS y celebro lo hermoso que es, la gente buena, luchadora que en èl habita, porque son más las cosas buenas. Siempre tendré un motivo para aplaudir cada vez que regrese y es que en medio de la adversidad no podemos permitir que nos arrebaten el gentilicio, el amor por lo nuestro, el orgullo de ser venezolanos.
Segunda parte: Se nos fue de las manos
Varias horas después emprendí la segunda parte de mi viaje, el vuelo nacional Caracas – Las Piedras (Península de Paraguaná). En este vuelo abordamos según la numeración del asiento. Mi puesto fue el 30A. Me senté con la misma emoción y entusiasmo con el que abordé el día anterior el avión, primero en Milán y luego en Lisboa.
Me tocó ventana, este vuelo no llevaba ni un asiento libre. A mi lado llegó un señor y se sentó. Venía hablando por el celular, angustiado y agitado. Interrumpió su conversación para darme los buenos días y continuó su conversación:
—“No, no había cupo para ayer, me metieron en lista de espera, tuvimos que pasar la noche en el aeropuerto. No encontramos vuelos a Maracaibo, llegaremos a Las Piedras y de ahí tomamos un taxi. No sé si llegue a tiempo al entierro de papá”.
Se le quebró la voz y a mi literalmente se me quebró por momentos mi alegría. Pensé: que irónico, yo feliz y emocionada por reencontrar a los míos y este señor con su tristeza y duelo a cuestas y sin saber si podrá llegar a tiempo para despedir a su padre.
Terminó su conversación y cerró sus ojos. Yo no sabía si decirle algo o no. Abrió los ojos y en ese momento le dije:
—Lamento mucho su situación y espero que llegue a tiempo al entierro de su papá. Me respondió: gracias. Eres muy amable.
Le ofrecí un caramelo y lo que sucedió a continuación me conectó con algo que la mayoría de los venezolanos no hemos perdido: el sentido del humor, la jocosidad, a pesar de cualquier tristeza o tragedia interna que podamos vivir.
El señor vio cuando saqué de mi bolso el empaque y me dijo está escrito en italiano. Tu vienes de un vuelo internacional? Vienes de Italia? Son caramelos italianos?
—Si. Son italianos y vivo en Italia, desde hace poco.
—Que sabroso, caramelos italianos, eso no se consigue aquí y en tono de humor me dijo y a qué saben a pasta, risotto o pizza? Yo quiero uno de esos tres sabores y sonreímos.
Tomó su caramelo y a partir de ahí conversamos ininterrumpidamente durante los cuarenta minutos de vuelo. Me contó cosas de su vida y me preguntó cómo me encontraba en Italia, me deseó una buena estadía y que “tuviera foco en pasarla bien con la familia”.
Cuando el avión aterrizó me dijo: Gracias por la grata compañía y la conversación amena que me hizo olvidar mi tristeza. Disfruta el país, lo que queda de èl porque Venezuela “se nos fue de las manos, se nos jodió el país”. Sus palabras retumbaron en mis oídos. Yo le desee que pudiera llegar rápido a su destino y poder estar a tiempo al entierro de su padre.
A partir de ahí me concentré en la felicidad de ver a mi gente. Solo en eso.
A casi un mes de haber llegado a Venezuela, solo he tenido oportunidad de estar en el Estado Falcón, donde reside la mayor parte de mi familia. Cuando miro el deterioro de las ciudades, las fallas en los servicios básicos, la escasez de alimentos y medicinas, la tristeza, rabia e impotencia de algunos y la resignación de otros, a veces ha venido a mi mente las palabras de este hombre “Se nos fue de las manos, se nos jodió el país”, pero termino siempre con el mismo pensamiento y la misma convicción: Esto solo es un tránsito en nuestra historia, un trayecto oscuro en medio de nuestro viaje, pero no todo el recorrido, esto pasará, claro que pasará.
Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)
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