De vuelta

Una y otra vez probó todas las llaves que tenía en aquél gastado llavero. Finalmente logró abrir la hermosa puerta en roble tallada cubierta por un espesa capa de polvo; el chirrido por las bisagras envejecidas y resecas le produjo una desagradable dentera que le recordó cuando la maestra para acallarlos, unos cuantos años atrás, deslizaba a propósito la tiza por el pizarrón produciendo el intenso sonido que lograba el cometido en aquélla vieja escuela a una cuadra justo de la casa. La penumbra era la protagonista de aquélla enorme sala con muebles cubiertos por sábanas. Observó la enorme lámpara central que pendía del techo y las lágrimas estaban rotas, hileras incompletas, unas más largas, otras muy cortas, sin las gotas de luces que años atrás iluminaban generosamente el espacio predilecto de la familia. También su llanto estaba roto. 

Caminó sorteando algunos obstáculos, -varias cajas, unas sillas, una pequeña mesa coja con tres patas, un baúl, unos materos ya solo con troncos secos-, hasta llegar al gran ventanal central; doble ventana, romanilla en madera la primera y vidrio enmarcado en madera la segunda. Cuando intentó abrir la hoja de la ventana se vino abajo, arrastrándolo a él. Al caer de costado sintió como el peso de los años de aquella ventana aplastaba sin piedad su humanidad. Tardó unos segundos en reponerse, cercioró que no tuviese ninguna herida ni golpe que lamentar, como un envión lanzó la ventana unos metros hacia adelante con toda la adrenalina descargada en su cuerpo;  algunas de las pestañas de la ventana quedaron desmembradas por aquél piso de mármol, ya sin brillo.

Respiró profundamente y se levantó. Al estar en pié el reflejo del sol lo encandiló por unos segundos. Con el dorso de la mano cubrió su rostro, luego abrió sus ojos y ahí estaba, frente a él, inmenso, quieto, de un aguamarina que había permanecido fijo durante más de tres décadas en sus pupilas, aquél mar donde aprendió a nadar hace años atrás. Vio como nadaba de un lado al otro, otra vez, con ese cuerpo delgado de un niño de siete años, vio como sonreía su madre desde la orilla, como le animaba. El mar, su mar, una leve sonrisa se dibujó en su rostro, estaba de vuelta. 

Por primera vez desde que supo que tenía que regresar a aquélla, su casa de infancia y juventud para finiquitar lo de la venta luego de heredarla en el testamento al morir sus padres, esa leve sonrisa al contemplar el mar y sus recuerdos le hacían agitar su corazón y una gran interrogante se dibujaba frente a él: ¿Estaré haciendo lo correcto al venderla?, ¿mis padres hubiesen querido esto?

Él sabía de antemano la respuesta;  sus padres habían construido a pulso con sus ahorros aquélla hermosa casa colonial a orillas de ese hermoso mar con miras a dejarla a su único hijo como  herencia. 

Mientras recogía parte de los pedazos de la pestaña de aquélla gran ventana se giró en dirección a la cocina y vio a su madre, joven, que amorosamente lo miraba y le decía con voz dulce: 

-La herencia que te dejaremos hijo, son tus estudios, esta casa y la farmacia. 

Inevitablemente las lágrimas corrieron por sus mejillas, todo le parecía real: su madre con el mismo peinado y vestido a rayas azul marino y blanco estilo marinero que tanto le gustaba y él le celebraba siendo un niño. 

Jacobo se había marchado del pueblo a la ciudad a estudiar Farmacia, su abuelo y su padre también habían sido farmaceutas y poseían la botica más grande del pueblo. Aunque él quería escapar a toda costa de su marcado destino, terminó por acceder a estudiar farmacia para complacer a sus padres, se graduó con honores, luego les entregó el título y decidió en un acto de rebeldía abandonar definitivamente ese pueblo, que le parecía detenido en el tiempo y la historia, para irse a la ciudad nuevamente a vivir de lo que realmente le apasionaba y cultivaba desde niño como hobbie: la fotografía. 

Sus padres no tuvieron más que aceptar la realidad para no perder a su único hijo. Jacobo no los abandonó; asistía a las fechas y eventos importantes y religiosamente permanecía cada verano en su pueblo y fotografiaba los rincones importantes y significativos. 

Se levantó, colocó los restos de la ventana en un solo lugar, tal vez con la intención de repararla. Se dirigió a la cocina, abrió instintivamente el gabinete del fondo a la derecha  y comprobó que la misma vajilla floreada de peltre que su mamá conservaba como reliquia y herencia familiar de su bisabuela se mantenía intacta. 

Nuevamente las lágrimas rodaron impúdicamente por sus mejillas. Recordó a la bisabuela anciana cuando él aún era un niño, a la abuela, sus tíos, sus primos y sus padres en torno a aquel hermoso comedor comiendo en la vajilla de peltre. 

Caminó lentamente hacia las habitaciones; primero se dirigió al cuarto de sus padres,  descubrió los armarios tapados con viejas sábanas y cobijas; las quitó cuidadosamente y al abrirlos comprobó que aún estaban intactos los vestidos de la madre y los trajes del padre.  Él había dejado en el mismo lugar todas las pertenencias cuando ambos murieron. 

Tenía diez años sin visitar aquélla casa, desde que sus padres fallecieron en aquél trágico accidente automovilístico. Fue luego a su habitación, quitó también todas las mantas y sábanas que cubrían el enorme armario, la cama y su escritorio. 

Le restaban tres días en el pueblo antes de volver a la ciudad: el primero lo tenía destinado para organizar la limpieza de la casa y ordenar un poco. Hacer inventario de los objetos que donaría a la Iglesia y regalaría a los vecinos; el segundo, para reparar algunas cosas dañadas y el ultimo día para esperar la visita del agente inmobiliario con el futuro comprador de la vivienda. Cuando se disponía a ir al garaje sintió que llamaban a la puerta, era Matilde, la señora que había contratado para la limpieza. La misma mujer que durante muchos años ayudó a su mamá en los quehaceres del hogar y ayudó en su crianza.. 

Matilde visiblemente emocionada se fundió con él en un abrazo.

-Jacobito, estás igual que hace diez años atrás. ¡Qué alegría verte hijo!, lástima que sea por tan poco tiempo; me dijeron que te marchas dentro de tres días. Es una pena que vendas la casa. Es tuya. 

-Tata –como él amorosamente le decía siempre- tú también estás igual. El tiempo no pasa por ti. 

Se abrazaron largamente 

-Esta noche no te comprometas, Julián y yo te invitamos a cenar en casa, como en los viejos tiempos. Le dará mucho gusto verte. 

-De acuerdo, ahí estaré.

Jacobo no se atrevió a argumentar a su tata las razones por las cuales deseaba vender la casa. Prefería obviar dar explicaciones que, según él, nadie entendería. 

Matilde se dispuso a la faena de limpieza. Mientras tanto, Jacobo decidió dar una vuelta por el pueblo. Visitó la farmacia que estaba alquilada a un gran amigo de su padre; fue a la Iglesia, a la escuela y a la plaza. A su paso todos lo saludaban con afecto, que él devolvía con placer. Hacía diez años no recorría sus calles y esa sensación de volver a caminarlas le producía una emoción que no lograba definir, pero que lo hacía flotar de alguna manera. Sentir el calor de la gente, las sonrisas, la amabilidad, era algo que él había dejado guardado con llave en el baúl de sus recuerdos.

La melancolía y nostalgia por el pasado se apoderaba de sus pasos, pero desde la serenidad de la madurez que le daban sus treinta y seis años. Decidió luego de la plaza ir visitar a Rafael su mejor amigo de la infancia que era el dueño del supermercado más grande del lugar. Salieron a tomarse un café y ponerse al día. Rafael le preguntó si realmente estaba seguro de la decisión de vender su casa. Jacobo, lo miró fijamente y tardó unos segundos en responder.

-Sí, es la decisión más sensata, mi vida desde hace muchos años está en la ciudad, aquí ya no tengo nada que me ate. 

Cuando se disponía a regresar a su casa, decidió pasar por la floristería a comprarle las rosas amarillas que tanto le gustaban a su tata para llevarlas a la cena. Se disponía a entrar al negocio cuando a la salida se topó de frente con su pasado. Sintió un calor incómodo e inoportuno que le recorría el cuerpo. Ahí estaba ella, Elena, no la veía desde el funeral de sus padres. Una década, una vida, pensó en ese instante.

Elena visiblemente sorprendida y ruborizada le regaló como siempre su más bella sonrisa. 

-Jacobo, ¡qué sorpresa!, no sabía que estabas en el pueblo. ¿Cómo estás? Se dirigió hacia él rápidamente y le ofrendó un cálido y largo abrazo.

-Elena, Elena, que bonito verte. El devolvió con el mismo entusiasmo ese abrazo. 

Ahí parados en plena entrada del local conversaron unos minutos y Jacobo la invitó a dar un paseo si no iba con prisa. Ella aceptó encantada.

Caminaron y caminaron, se dirigieron hacia la playa recorrieron descalzos la arena mientras se ponían al día. Elena seguía soltera, sin hijos; él le contó que se había divorciado hacía tres años atrás y tampoco tenía hijos. Ninguno preguntó si estaba en una relación amorosa en ese momento en su vida. Elena, seguía trabajando en el mismo lugar, era una de las maestras más queridas de la escuela. Acordaron verse nuevamente al día siguiente en el mismo lugar donde tantas veces se encontraron.

Jacobo olvidó comprar las flores; esa noche llevó una botella de vino y su cámara fotográfica a la cena en casa de Julián y su tata. Al regresar a la casa, pasó horas sentado en la terraza contemplando el mar. No lograba conciliar el sueño. 

Al día siguiente contrató a alguien para las reparaciones menores de la casa y decidió tomarse parte del día para compartir con Elena. Se bañaron en el mar, Jacobo la fotografió en todos los ángulos que aquél bello y delicado rostro le permitían. Su Tata preparó una cena para ellos. 

Al caer la noche, se sentaron en la terraza, ambos mirando fijamente ese mar oscuro y quieto. En silencio permanecieron mucho tiempo. 

-Jacobo, ¿mañana venderás la casa?

-Sí, es una decisión ya tomada, y sigo con mi plan adelante, respondió Jacobo con los ojos fijos en aquél inmenso mar. 

-¿Regresas el lunes a la ciudad?

-Sí.

-¿Quieres venir a cenar mañana otra vez conmigo?

-Sí,  ¿por qué no? Vendré a cenar y a despedirme, porque ya una vez vendida la casa, seguramente pasarán muchos años para que vuelvas, si es que vuelves.

Elena se levantó, lo besó en la mejilla y se marchó.

Jacobo no durmió en toda la noche, con la vista fija vio como aquél mar volvía a su aguamarina de siempre. Desayunó en la terraza y desde ahí llamó al agente inmobiliario. Su decisión estaba tomada.

El día transcurrió poniendo en orden muchas cosas en la casa. Esta vez decidió èl cocinar para Elena. A la hora pautada ella llegó, cenaron y se dirigieron a la terraza; nuevamente se sentaron en silencio. 

-¿A qué hora sales mañana, Jacobo?

-Él  se levantó de la silla, se puso de cuclillas frente a ella y con sus manos en las mejillas de ella le dijo sonriendo:

-No me voy Elena, esta es mi casa, este es mi pueblo, ese es el mar, mi mar, estoy de vuelta. 

Se abrazaron, caminaron tomados de la mano, despojados de todo y dejaron que ese mar los acariciara como tantas otras veces, desnudos, estaban de vuelta.


Narsa Silva

Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)

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