Adelante, atrás, adelante, atrás; cada vez que su pequeño y delgado cuerpo se inclinaba hacia adelante ella sentía que iba a tocar el cielo con la punta de los dedos de sus pies, entonces seguía el acostumbrado cosquilleo en el estómago; eso la emocionaba y la hacía reír a carcajadas. Desde que Sofía sentada en su balancín podía apoyar los pies en el suelo, ya no quería que nadie la impulsara en el columpio. Era un signo temprano de su independencia y autonomía, y lo gozaba a plenitud.
Los momentos a solas sentada en aquel pequeño cuadrado duro de madera era su espacio favorito del día. Sentía que ya era una niña grande. Pasaba horas en medio de aquel cuidado jardín con árboles frutales, pinos, y flores -rosas, hortensias, orquídeas-, que Ángela, su madre, atendía con el mismo esmero que dedicaba a su única hija.
Le gustaba comer su fruta o yogurt diario de la hora de la merienda, allí cantaba las canciones infantiles de la escuela, leía su cuento de la tarde; también pensaba y fantaseaba que sería de grande: médico, como su padre, no mejor no, pensaba
—papá trabaja mucho y debe salir a la hora que lo llamen así sea tarde en la noche, veterinaria, enfermera, peluquera, maestra, filósofa, como su madre; se había paseado por casi todos los oficios que a su corta edad, siete años, conocía.
También ordenaba mentalmente las preguntas que giraban en su cabeza; interrogantes que guardaba celosamente hasta la hora de la cena, momento predilecto para buscar las respuestas de papá y mamá.
Justo esa tarde, mientras estaba sentada en su columpio Sofía pensó que tenía que cambiar de estrategia para defender a sus amigos: Mohamed, Mariana y Alicia. Sus padres la habían inscrito en ese nuevo colegio, internacional, bilingüe: inglés-español, porque consideraban que era lo mejor para su educación.
En los últimos años, la oferta de escuelas de este tipo en Madrid, había aumentado y, además del inglés, Manuel y Ángela querían que Sofía creciera en medio de la pluralidad con compañeritos católicos, musulmanes, judíos, protestantes, era la mejor manera, para ellos, de que la sensible y dulce Sofía aprendiera a respetar y convivir con las diferencias.
Solo tenía dos semanas de haber iniciado el primer grado y le desagradaba de su nueva escuela que algunos niños se burlaran de otros. Hasta ahora era algo nuevo para ella y debía ayudar de alguna manera para evitar que continuara sucediendo. Esa noche, durante la cena, preguntó a sus padres:
—¿Por qué en el colegio hay algunos niños que se burlan de otros? Son cuatro, se llaman Juan, Rafael, Alejandro y Carolina, eso no me gusta: De Mohamed porque su piel es de color negro y viene de África; de Mariana porque usa lentes, le dicen cuatro ojos, y de Alicia, le dicen la dientona. Ellos lo hacen cuando la maestra no está cerca, en el momento del recreo. Hoy hicieron llorar a Mohamed. Yo les dije que lo dejaran tranquilo y se empezaron a reír de mí y empezaron a llamarme Sofía, la santita, sentí también ganas de llorar y mucha rabia y agarré de la mano a Mohamed y nos fuimos a otra parte.
—Mohamed me dijo que odiaba el colegio y no quiere ir más a clase. Yo le dije que buscaríamos una solución.
Al volver del recreo le conté a la maestra y ella llamó a los compañeros y lo negaron, dijeron que yo era una mentirosa. Cuando terminó la clase me pidió que me quedara, que le explicara todo lo que vi y escuché, y lo hice. Dijo que me creía y que iba a estar atenta.
Inmediatamente Ángela respondió con una pregunta:
—¿Desde cuándo sucede eso? Qué bueno que lo cuentas para escucharte y ayudarte. Sofía les confesó, que desde el primer día de clase.
Ángela inmediatamente trató de explicarle a su hija el porqué
—Entiendo que sientas rabia y tristeza porque no está bien burlarse de otros niños. La burla hace sentir mal a quien la recibe. Y la persona que se burla de otra, sea niño o adulto, le falta educación, valores en su hogar, respeto y sensibilidad. Todos los seres humanos somos iguales no importa el color de piel, donde nació, su religión o cómo luce su aspecto físico.
—¿Qué significa sensibilidad, mamá?
—Significa ser bueno, noble y generoso, pero también una persona sensible es la que se emociona ante cosas buenas, por ejemplo un paisaje, un animalito y por cosas que le causan tristeza o duelen a las personas. Por ejemplo tú te sientes mal porque un niño se burle de otro, eres una niña sensible.
Manuel intervino
—Hiciste bien en contarle a la maestra, así ella los observará y buscará resolver el problema. Tú sabes que dijiste la verdad y la maestra no tiene por qué dudar de ti.
Ambos abrazaron a Sofía y le dijeron y que siguiera contándoles todo lo que sucedía, para tratar de ayudarla.
Al día siguiente Ángela llevó a Sofía a la escuela y pidió hablar a solas con la maestra. Conversaron sobre lo sucedido y la enseñante dijo que intervendría para evitar que esto siguiera pasando.
Ese mismo día en el recreo se repitió la escena acostumbrada. El grupito de cuatro niños se acercó a ellos y comenzaron las burlas. Alicia lloró, Mohamed también, Sofía se levantó y con valor les dijo:
—Ustedes son unos niños que no tienen educación, ni valores, ni son sensibles. Todos somos iguales.
Ellos rieron y continuaron sus burlas. La maestra no apareció por ningún lado. Sofía se sintió impotente. Repitió lo que le dijeron sus padres, pero no había servido para que dejaran de burlarse.
Al terminar la clase, Sofía contó nuevamente lo sucedido y la respuesta de la maestra fue la misma: estaré atenta.
Así transcurrieron varias semanas y aun cuando Ángela supo por la maestra que ésta había convocado a una reunión con los padres de los cuatro niños, y los habían amonestado, ellos seguían a escondidas con las burlas.
Una tarde, mientras se balanceaba en su columpio, Sofía pensó que algo tenía que hacer para que dejaran de burlarse, pero qué, nada se le ocurría. Mientras el columpio se elevaba hasta el cielo, ella no rió a carcajadas como todos los días anteriores; educada en la Fe Católica, le pidió ayuda a Dios para que se le ocurriera una idea brillante y así ayudar a sus amigos.
Al día siguiente en clase la maestra les habló que se acercaba la Navidad y les contó las respectivas tradiciones que se viven en España y pidió a los niños de religiones y culturas diferentes que les explicaran a sus compañeritos cómo era un diciembre para ellos.
Les propuso que escribieran una carta, sin destinatario, porque algunos creían en Papá Noel, otros en los Reyes Magos, y otros simplemente no celebraban la Navidad. El objetivo de esta carta: dar las gracias por las cosas bonitas que les había pasado ese año y también describir cuál es su deseo más grande para el año próximo.
La harían al día siguiente en el colegio, la leerían a sus compañeros de clase y cada uno tendría un pequeño regalo. Luego debían llevarla a casa y leerla a sus padres.
A Sofía se le iluminó el rostro, pensó —listo, tengo la solución. Esa tarde en su columpio comió su fruta, se rió a carcajadas y les contó su brillante idea a Manuel y Ángela, a quienes conmovió con su genial idea.
Querido Universo: aunque la maestra dijo que escribiéramos la carta sin destinatario, te escribo a ti, porque imagino que tú puedes ver a todas las personas que existen en el mundo, de todas las religiones.
Te agradezco la salud de mis padres y la mía, te agradezco todas las cosas bonitas que me han pasado este año: que me hayas cumplido mi deseo de crecer y tocar el suelo sentada en el columpio, ya soy una niña grande; que mi primo Carlitos haya salido bien de su operación y esté ya en su casa. Te agradezco por mis nuevos amiguitos Mohamed, Mariana y Alicia. Te agradezco por este nuevo colegio, por mi nueva maestra.
Tengo dos deseos muy grandes que pedirte: Deseo que Juan, Rafael, Alejandro y Carolina no se burlen más de mis amiguitos Mohamed, Alicia, Mariana, ni tampoco se rían de mí y me digan Sofía, la santita. Que ellos entiendan que todos somos iguales: blancos, negros, flacos o rellenitos, con lentes o sin lentes, españoles, o extranjeros. Todos formamos parte del Universo.
Mi otro deseo es que todos los padres del mundo enseñen a sus hijos desde pequeños a respetar a los demás, que tengan educación, valores y sensibilidad. Que todos somos iguales, para que no existan en el mundo más niños que hagan daño a otros. Porque estoy segura que si otros niños se burlaran de Juan, Rafael, Alejandro y Carolina, ellos entenderían y no les gustaría. Ojalá ellos nunca sientan lo que sentimos nosotros y aprendan. Gracias Universo!
Sofía terminó su carta y Mohamed, Mariana y Alicia corrieron a abrazarla. La maestra conmovida comenzó a aplaudir y todos se unieron en ese aplauso, menos los cuatro niños mencionados en la carta.
La maestra le dijo:
—Gracias Sofía, es una carta muy hermosa y muy valiente. Estoy segura que el Universo te escuchará y que tus compañeros no se burlarán de nuevo. ¿Verdad niños? Los cuatro niños en silencio, petrificados en el asiento, sin moverse, sin hablar, solo atinaron a responder con la cabeza.
—Quiero que tu carta la tengan todos los padres del salón y la pongamos en nuestra cartelera. ¿Están de acuerdo niños? Todos dijeron a coro, si maestra, menos los cuatro niños.
Sofía regresó a su casa feliz, esperaba haber resuelto el problema y que su brillante idea funcionara. Esperaba con ansias el día siguiente para ver qué sucedería. Deseaba con todas las fuerzas de su corazón que su magia tuviera efecto. Al día siguiente solo asistieron Juan y Rafael, en el recreo no se acercaron a ellos, no hubo burlas, no hubo llantos. Primer día sin burlas, su carta había funcionado.
Esa tarde, como siempre se balanceó en su columpio y cada vez que su cuerpo pretendía tocar el cielo en aquél columpio Sofía repitió lo mismo: Gracias, Universo, gracias, que la magia siga funcionando.
Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)
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