Ella observaba con curiosidad, casi infantil, desde la diminuta ventana de la oscura y triste habitación, de escasos dos por dos metros, las tercas hojas de la copa del único árbol que coronaba el austero jardín de aquel patio donde raramente podía caminar. Se resistían firmes y altivas a caer; se bamboleaban de un lado a otro combatiendo la furia del viento y la furia del agua; signos inequívocos y caprichosos de la naturaleza en su estación del año preferida. Le recordaba cuando dos décadas atrás contemplaba desde la ventana de la habitación en casa de su abuela cómo los árboles se desnudaban.

El sonido de la sirena que anunciaba los treinta minutos diarios en los que podía moverse libremente por el patio fue el motivo de una tímida sonrisa en aquel rostro mustio que empañaba su belleza. Era el momento preferido cada día de aquellas jornadas rutinarias en las que ella intentaba darle vida.
Se levantó con avidez. Sonó el silbato que indicaba que estaban por venir a buscarla. Abrieron la reja, se colocó delante, firme, con el acostumbrado silencio a esperar tres minutos más tarde el segundo silbato; era la señal que debía girarse a la derecha y comenzar a caminar por el largo pasillo, bajar dos pisos, seguir recto hasta la puerta que conducía al patio.
Como era ya costumbre se dirigió hacia la parte del jardín a hacerle compañía a ese inmenso y ya viejo árbol; su único amigo, su refugio durante los dos años que ahí llevaba; unos metros antes decidió desafiar las reglas y quitarse las botas y los calcetines y dejar al descubierto sus pies.
Caminó lentamente por la alfombra natural donde se fundían el rojo, el naranja y el amarillo, y se abandonó feliz a las suaves cosquillas que producían las hojas secas en sus pies mientras escuchaba su leve crujido, ya estaban caídas, vencidas, rendidas; el viento frio le helaba la cara. Se colocó al pie del árbol y alzó la mirada contemplando maravillada el mismo espectáculo que minutos atrás había observado, esta vez desde otro ángulo y perspectiva: las hojas de la copa del árbol se resistían a caer, combatiendo, tercas, decididas, firmes. De repente vio como una de ellas, la más pequeña, se desprendió de la rama y en una suave danza por la gravedad se movía de un lado a otro en dirección hacia el suelo; ella danzaba al compás de la hoja en un suave y nostálgico baile con su mano extendida para recibirla, protegerla, acobijarla. Finalmente, aquella hoja de un marrón triste cayó en su mano; ella sonrió. La sirena sonó nuevamente. Hoy tenia un motivo más para resistir.

Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)
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