De eso trata la ciencia ficción que fue la primera llama de mi primera juventud.
Siempre quise ser otra persona. Pero la vagancia y la cobardía me echaron el ancla. Cobardía y vagancia son dos buenas aliadas para convertir a uno en el miserable que ha llegado a ser con el paso del tiempo, aunque en realidad el tiempo no ha influido mucho. Tuve constancia de mi vagancia y cobardía desde que tengo memoria.
De hecho, la primera vez que quise matar a mi padre no lo hice por la pereza que me dio ir a comprar las balas. Mi padre guardaba una pistola franquista de sus años mozos. Él me la mostró alguna vez aunque siempre me aseguró que nunca la había utilizado ni matado a nadie con ella. Olía a metal y aceite viejo, pero no a pólvora, aunque yo ignoraba cómo era el olor de la pólvora. Intentar averiguar de qué calibre eran las balas me suponía un reto que no se me daba ni en los tebeos de ciencia ficción que consumía como un poseído. Seguramente no me las hubieran vendido. ¿Qué iba a hacer un chaval de catorce años con seis balas? Pero la realidad fue que ni siquiera lo intenté.
La segunda vez fue peor. Mucho peor. Me convenció mi padre para ir a la Ventana del Diablo. El escenario se había hecho famoso por la peli del maestro Saura en la que precipita un deportivo rojo ladera abajo con tipo indeseable dentro, creo recordar. Mi padre, tan prudente, pacato y organizado como siempre se volvió loco con aquella película, Peppermint frappè. O quizá lo que le volvió loco fue el mismo morbo sexual de aquella España prohibida que tan magníficamente representaba José Luis López Vázquez en el primer papel no cómico que yo le recuerde. De manera dolosa y zalamera mi padre me obligó a acompañarle a aquel escenario sobrecogedor que yo conocía de años antes gracias a un viaje nefasto de fin de curso con el colegio.
No sé lo que le pasó. Doscientos metros antes de llegar a la Ventana del Diablo, dio un volantazo, quedó rendido, inconsciente, y con el coche a diez pasos del abismo. No sé, no recuerdo si me asusté. Pero bajé tranquilo y observé la situación: no había nadie en aquella ruta vecinal, el coche estaba a un paso del abismo y yo no tendría más que empujarlo unos centímetros.
Cuando le enterramos, muchos años después, yo ya me había convertido en el perfecto inútil cuyo perfil de chupantintas rutinario en una mediocre compañía de seguros me había ido labrando desde que tengo memoria. Fue ahí, frente al crematorio en el que le vi, o más bien sentí, arder cuando comprendí que había llegado el momento de asesinarlo de verdad. Me sobraban las razones. Me faltaban las fuerzas acorraladas por la cobardía.
Tampoco hizo falta esta vez. Aunque me sobraban las razones, como ya he dicho, en realidad no era capaz de concretar ni una sola. No encontraba una razón sólida y eficaz que justificara el asesinato de mi padre. Todo me parecía un batiburrillo de leyendas que yo, apoyado por la joven bruja de mi medio hermana Luci, había ido tejiendo sobre la percha irregular de aquel hombre que yo identificaba como mi padre desde la nebulosa de la primera infancia. En cualquier caso, tampoco esta vez tenía que preocuparme. El fuego se había encargado de todo y por tanto mi vagancia y mi cobardía permanecían intactas, vírgenes, si es que eso se puede decir de dos potencias negativas del alma.
Acabada la ceremonia me dirigí al domicilio familiar con ánimo de presentar mis más sentidas condolencias a la mamá de mi querida Luci, la bruja vieja que había ejercido, durante casi treinta años, el impagable papel de madrastra con la severa elegancia de quien desprecia hasta la médula a quien debía de cuidar. No recuerdo ni un solo día de afecto entre nosotros dos.
Me sorprendió verla con un vestido rosa y completamente compuesta como para una fiesta de cumpleaños. Querido, me dijo con esa voz de flauta desafinada que mi crispaba los nervios desde el minuto cero. Lanzó no sé qué excusa justificando su salida y para consolarme me comunicó que mi padre leía en el salón. En principio el hecho no me llamó la atención. Lo de leer en el salón era la clave para indicar que mi padre dormitaba en el sofá. Un momento antes de acceder a aquella cámara organizada como una sacristía de Satán, me paré a pensar que algo no concordaba, porque yo, aparentemente, venía de haber visto cómo incineraban a mi padre. Me volví con ánimo interrogatorio pero aquella vieja bruja volaba ya escaleras abajo.
Hola, papá. Siéntate, hijo. Tengo que hablarte. Verás… Quisiera tener una muerte digna… Y ahora que las leyes nos conceden algunos beneficios a los desahuciados quisiera pedirte que llegado el momento…, me echaras una mano. ¿Comprendes? Pero papá, si tú estás estupendamente. Sí, tú ríete, pero la bruja vieja me está matando.
No me atreví a relatar nada a mi mujer. Contra todo pronóstico, y sin yo pedírselo, me sirvió un whisky bien cargado en la terraza. De los 15 años de casados, llevábamos unos 13 sin apenas hablarnos, y no era cuestión de romper tan buen y civilizado hábito por un pequeño lío que yo me había formado a cerca de no sé qué oscuras postrimerías de mi amado padre al que, con serena devoción, seguía odiando como el primer día.
Así que cuando percibo que todo se vuelve en contra mía y nada parece tener sentido, me paro a contemplar cómo desciende la lluvia por el verde agotado de las palmeras.
Arturo Lorenzo.
Águilas, Murcia. Octubre de 2021