Los coches invadieron mi vida.
No me gustaban particularmente, pero acababa de casarme y mi padre decretó que necesitaba saber conducir. Me mandó a la escuela, ellos me preguntaron por el modelo de coche que iba a manejar así que mi padre me legó el que se convierto en mí primero coche: un Ford Taunus, tres velocidades al volante. ¿Qué color? no recuerdo bien, creo oscuro, mi mujer dice negro. Bueno, no importe, lo importante es que con el hicimos nuestro primer viaje, en pareja, solos, solitos, a la conquista de Londres. Lo hicimos de noche, tomamos un “café-crème” en Calais con cruasanes calientes que hoy todavía recordamos. Atravesamos La Mancha y cambiamos de mundo: los británicos son mono-lengua ingles, conducen a la izquierda, entre libras chelines y peniques no reina el sistema decimal, como en las medidas por otra parte, y eso no se acaba aquí…
El segundo coche, siempre de ocasión, era un Simca 1000 blanca, el pobre Ford había fallecido. Esto me lo compré yo, mi mujer ya trabajaba, yo seguía estudiando matemáticas, pero tenía un montón de alumnos, y sobretodo de alumnas que yo cuidaba con un cierto éxito en toda la ciudad y los alrededores, con, por supuesto, la ayuda indispensable de mi coche. Una mañana, saliendo de casa, no lo vi. ¿Dónde estaba? Me lo habían robado. Estaba desesperado, fui al comisariato de policía, nada, me hablaron de estadísticas. Por suerte mi hermano, me llamó el día siguiente para decirme que pensaba haberlo reconocido en una calle en las alturas de la ciudad. Me precipité, era él, la batería estaba vacía, pero la calle era en pendiente. Al final no había pasado nada. Desde este momento sustituí cada noche un cavo del delco, necesario para encender el motor, por uno que era falso. Eso no impidió, mala suerte, que proprio el motor devolvió el alma en un incendio.
El tercero coche era rojo, ya trabajaba y el dinero no faltaba. Hice una pequeña locura: compré un Ford Mustang nuevo. También esto no tuvo buena suerte. Fue el único coche con el que tuve no uno, pero dos accidentes. El primero abracé literalmente un árbol: la carretera estaba helada, el tiempo se calentó bastante para que el cielo gris invernal pudiera regalarnos una ligera lluvia que convirtió el suelo en una pista de patinaje. El camino estaba románticamente bordeado de plátanos, no pude resistir.
El segundo, un árbol, esta vez, desarraigado por las inclemencias se cayo delante de mí, no pude evitarlo. En en el primero incidente me enderezaron el coche y en el segundo me lo pagó el seguro del ayuntamiento.
Cambiamos coche y compramos el cuarto, esta vez mi mujer participó en la elección, un tranquilo y indestructible Volvo, duró 11 años. Unica fantasía para complacer a mi mujer, era amarillo. Con esto hicimos la vuelta de Europa, por primera vez visitamos Italia y tantas otras destinaciones. Pero en realidad fue también el último.
¿Cómo me van a decir? No se puede.
La verdad es que desde este momento, conduje exclusivamente coche alquilado por mi empresa, cambiaba cada tres años. Los coches eran siempre más o menos los mismos, categoría business, Mercedes, Bmv, Lancia, Audi, … El color azul o gris oscuro, pero sin chofer. Es decir, el chofer era yo, y no crean que era yo que conducía: conducir, era el coche el que lo hacía, yo trabajaba por teléfono. ¿Era peligroso? Claro que sí, dos veces me paré en media en un enorme colisión en cadena provocada por la niebla. Por suerte a mí no me abrazaron por delante ni tampoco por detrás. Decidimos dar preferencia a otros medios de comunicación: Aviones, trenes, taxis …
Cuando me jubilé, no compramos el quinto.