Era solamente para reanudar con esta ciudad maravillosa, guardiana eterna de un tesoro de cultura infinito, nuestra propia historia, que pasamos tres días en Roma en pleno mes de agosto. Antes de mi jubilación la frecuentaba tanto que no carecía un poco de nostalgia en las motivaciones de este viaje.
C’était seulement pour renouer avec cette ville merveilleuse, gardienne éternelle d’un trésor de culture infini, notre propre histoire, que nous passâmes trois jours á Rome en plein mois d’août. Avant ma mise en pension je la fréquentais tellement qu’un peu de nostalgie ne faisait pas défaut parmi les motivations de ce voyage.
Joven, una de mis primeras lecturas «serias» fue «Historia de Roma» de Indro Montanelli en una traducción en francés. No sabía absolutamente quién era este autor, un famoso periodista italiano, pero supo apasionarme completamente. ¿Quizás este libro influyó sobre toda mi vida?
Hice casi por pasión estudios que combinaban latín y matemáticas. Me convertí en informático cuando nadie sabía el sentido de esta palabra y atraído extrañamente por Italia después de algunos años entré a la Olivetti Bélgica. Mi carrera me llevó naturalmente a Italia que pude en este modo conocer cómo si fuera una pareja tan deseada. Aunque elegí, por motivo profesional, Milán como residencia, Roma estuvo siempre en el centro de mi atención, hasta tener por allí una segunda residencia, en el Monte verde, via dei quattro venti, cerca de la preciosa Villa Doria Pamfiglj.
Jeune, une de mes premières lectures «sérieuses» fut «Histoire de Rome» de Indro Montanelli dans une traducción en français. Je ne savais absolument pas qui était cet auteur, un célèbre journaliste italien, mais il sut me passionner complètement. Peut-être ce livre influença-t-il toute ma vie?
Je fis quasi par passion des études qui combinait le latin et les mathématiques. Je devins informaticien quand personne ne savait le sens de ce mot et, attiré étrangement par l’Italie, après quelques années j’entrai à la Olivetti Belgique. Ma carrière me porta tout naturellement en Italie que je pus de cette manière connaitre comme si elle était une amante tant désirée. Bien que j’aie choisi, pour motif professionnel, Milan comme résidence, Rome fut toujours au centre de mon attention, au point d’y avoir une seconde résidence, au Monte verde, via dei quattro venti, près de l’admirable Villa Doria Pamfiglj.

Bueno la verdad es que mi mujer tenia que renovar su pasaporte (¡Nosotros belgas no podemos hacerlo en Milán!), ya habíamos planeado ir de vacaciones en septiembre y octubre, y además Milán es famosa por vaciarse completamente en agosto así que utilizamos un regalo que recibimos por nuestras bodas de oro, tres días en Roma. Entre nuestras diferentes actividades, escojo una que nos encantó: un caro amigo nos llevó a este lugar poco conocido pero hermoso, Piazza Mincio. Les recomiendo visitarla.
Á vrai dire c’est ma femme qui devait renouveler son passeport (Nous les belges nous ne pouvons pas le faire à Milan), nous avions déjà décidé de prendre nos vacances en septembre et en octubre et de plus Milán est fameuse pour se vider complètement en août, de telle sorte que nous utilisâmes un cadeau que nous reçûmes pour nos noces d’or, trois jours á Rome. Parmi nos diverses activités, j’en ai retenu une qui nous enchanta: un ami très cher nous emmena voir cette place peu connue mais très belle, Piazza Mincio. Je vous la recommande.
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Mi pasión para Roma nunca no se va a apagar, por eso quiero compartirla con ustedes. Pues les propongo, un extracto de «Historia de Roma» de Indro Montanelli y, “Pini di Roma” de Ottorino Respighi interpretado por Herbert von Karajan y la orquesta filarmónica de Berlín.
Ma passion pour Rome jamais ne s’éteindra, je désire donc la partager avec vous. Je vous propose donc, un extrait de «Storia di Roma» d’Indro Montanelli et, « Pini di Roma» d’Ottorino Respighi interprété par Herbert von Karajan et l’orchestre philharmonique de Berlin.
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CAPÍTULO I
AB URBE CONDITA
No sabemos con precisión cuándo fueron instituidas en Roma las primeras escuelas regulares, o sea «estatales». Plutarco dice que nacieron hacia 250 antes de Jesucristo, esto es, casi quinientos años después de la fundación de la ciudad. Hasta aquel momento los muchachos romanos habían sido educados en casa, los más pobres por sus padres y los más ricos, por magistri, o sea maestros o institutores, elegidos habitual» mente en la categoría de los libertos, los esclavos liberados, que, a su vez, eran elegidos entre los prisioneros de guerra, preferentemente entre los de origen griego, que eran los más cultos.
Sabemos, empero, con certeza, que tenían que fatigarse menos que los de hoy. El latín lo sabían ya. Si hubiesen tenido que estudiarlo, decía el poeta alemán Heine, no habrían encontrado jamás tiempo para conquistar el mundo. Y en cuanto a la historia de su patria, se la contaban más o menos así:
Cuando los griegos de Menelao, Ulises y Aquiles conquistaron Troya, en el Asia Menor, y la pasaron a sangre y fuego, uno de los pocos defensores que se salvó fue Eneas, fuertemente «recomendado» (ciertas cosas se usaban ya en aquellos tiempos) por su madre, que era nada menos que la diosa Venus —Afrodita—. Con una maleta a los hombros, llena de imágenes de sus celestes protectores, entre los cuales, naturalmente, el puesto de honor correspondía a su buena mamá, pero sin una lira en el bolsillo, el pobrecito se dio a recorrer mundo, al azar. Y después de no se sabe cuántos años de aventuras y desventuras, desembarcó, siempre con la maleta a cuestas, en Italia; se puso a remontarla hacia el Norte, llegó al Lacio, donde casó con la hija del rey Latino, que se llamaba Lavinia, fundó una ciudad a la que dio el nombre de la esposa, y al lado de ésta vivió feliz y contento el resto de sus días.
Su hijo Ascanio fundó Alba Longa, convirtiéndola en nueva capital. Y tras ocho generaciones, es decir, unos doscientos años después del arribo de Eneas, dos de sus descendientes, Numitor y Amulio, estaban aún en el trono del Lacio. Desgraciadamente, dos en un trono están muy apretados. Y así, un día, Amulio echó al hermano para reinar solo, y le mató todos los hijos, menos una: Rea Silvia. Mas, para que no pudiese poner al mundo algún hijo a quien, de mayor, se le pudiese antojar vengar al abuelo, la obligó a hacerse sacerdotisa de la diosa Vesta, o sea monja.
Un día, Rea, que probablemente tenía muchas ganas de marido y se resignaba mal a la idea de no poder casarse, tomaba el fresco a orillas del río porque era un verano tremendamente caluroso, y se quedó dormida. Por casualidad pasaba por aquellos parajes el dios Marte, pue bajaba a menudo a la Tierra, un poco para organizar una guerrita que otra, que era su oficio habitual, y otro poco en busca de chicas, que era su pasión favorita. Vio a Rea Silvia. Se enamoró de ella. Y sin despertarla siquiera, la dejó encinta.
Amulio se encolerizó muchísimo cuando lo supo. Más no la mató. Aguardó a que pariese, no uno, sino dos chiquillos gemelos. Después, ordenó meterlos en una pequeñísima almadía que confió al río para que se los llevase, al filo de la corriente, hasta el mar, y allí se ahogasen. Mas no había contado con el viento, que aquel día soplaba con bastante fuerza, y que condujo la frágil embarcación no lejos de allí, encallando en la arena de la orilla, en pleno campo. Ahí, los dos desamparados, que lloraban ruidosamente, llamaron la atención de una loba que acudió para amamantarlos. Y por eso este animal se ha convertido en el símbolo de Roma, que fue fundada después por los dos gemelos.
Los maliciosos dicen que aquella loba no era en modo alguno una bestia, sino una mujer de verdad, Acca Laurentia, llamada Loba a causa de su carácter selvático y por las muchas infidelidades que le hacía a su marido, un pobre pastor, yéndose a hacer el amor en el bosque con todos los jovenzuelos de los contornos. Mas acaso todo eso no son más que chismorreos.
Los dos gemelos mamaron la leche, luego pasaron a las papillas, después echaron los primeros dientes, recibieron uno el nombre de Rómulo, el otro, el de Remo, crecieron, y al final supieron su historia. Entonces, volvieron a Alba Longa, organizaron una revolución, mataron a Amulio y repusieron en el trono a Numitor. Después, impacientes, como todos los jóvenes, por hacer algo importante, en vez de esperar un buen reino edificado por el abuelo, que sin duda se lo hubiera dejado, se fueron a construir otro nuevo un poco más, lejos. Y eligieron el sitio donde su almadía había encallado, en medio de las colinas entre las que discurre el Tíber, cuando está a puntó de desembocar en el mar. En aquel lugar, como a menudo sucede entre hermanos, litigaron sobre el nombre que dar a la ciudad. Luego decidieron que ganaría el que hubiese visto más pájaros. Remo vio seis sobre el Aventino. Rómulo, sobre el Palatino, vio doce: la ciudad se llamaría, pues, Roma. Uncieron dos blancos bueyes, excavaron un surco y construyeron las murallas jurando matar a quienquiera las cruzase. Remo, malhumorado por la derrota, dijo que eran frágiles y rompió un trozo de un puntapié. Y Rómulo, fiel al juramento, le mató de un badilazo.
Todo esto, dícese, aconteció setecientos cincuenta y tres años antes de que Jesucristo naciese, exactamente el 21 de abril, que todavía se celebra como aniversario de la ciudad, nacida, como se ve, de un fratricidio. Sus habitantes hicieron de ella el comienzo de la historia del mundo, hasta que el advenimiento del Redentor impuso otra contabilidad.
Tal vez también los pueblos vecinos hacían otro tanto: Cada uno de ellos databa la Historia del Mundo por la fundación de la propia capital. Alba Longa, Rieti, Tarquinia o Arezzo. Mas no lograron que los otros lo reconocieran, porque cometieron el pequeño error de perder la guerra, más aún, las guerras. Roma, en cambio, las ganó. Todas. La finca de pocas hectáreas que Rómulo y Remo recortaron con el arado entre las colinas del Tíber convirtióse en el espacio de pocos siglos en el centro del Lacio, después de Italia, y más tarde del mundo conocido hasta entonces. Y en todo él se habló su lengua, se respetaron sus leyes, y se contaron los años ab urbe condita, o sea desde aquel famoso 21 de abril de 753 antes de Jesucristo, comienzo de la historia de Roma y de su civilización.
Naturalmente, las cosas no acontecieron precisamente asi. Pero así los papas romanos quisieron durante muchos siglos que les fuesen contadas a sus hijos: un poco, porque creían en ellas y otro poco, porque, grandes patriotas, les halagaba mucho el hecho de poder mezclar los dioses influyentes como Venus y Marte y personalidades de elevada posición como Eneas, al nacimiento de su Urbe. Sentían oscuramente que era muy importante educar a sus hijos en la convicción de que pertenecían a una patria edificada con el concurso de seres sobrenaturales, que seguramente no se hubiesen prestado a ello de no haberles propuesto asignarle un gran destino. Esto dio un fundamento religioso a toda la historia de Roma, que, en efecto, se derrumbó cuando se prescindió de él. La Urbe fue caput mundi, capital del Mundo, mientras sus habitantes supieron pocas cosas y fueron lo bastante ingenuos para creer en aquéllas, legendarias, que les habían enseñado papas y magistri; mientras estuvieron convencidos de ser descendientes de Eneas, de que corría por sus venas sangre divina y de ser «ungidos de Señor», aunque en aquellos tiempos se llamase Júpiter. Fue cuando comenzaron a dudar de ello cuando su imperio se hizo añicos y el caput mundi convirtióse en colonia. Más no nos precipitemos. […]
CAPITULO PRIMO
AB URBE CONDITA
Non sappiamo con precisione quando a Roma furono istituite le prime scuole regolari, cioè «statali». Plutarco dice che nacquero verso il 250 avanti Cristo, cioè circa cinquecent’anni dopo la fondazione della città. Fino a quel momento i ragazzi romani erano stati educati in casa, i più poveri dai genitori, i più ricchi da magistri, cioè da maestri, o istitutori, scelti di solito nella categoria dei liberti, gli schiavi liberati, che a loro volta erano scelti fra i prigionieri di guerra, e preferibilmente fra quelli di origine greca, che erano i più colti.
Sappiamo però con certezza che dovevano faticare meno di quelli di oggi. Il latino lo sapevano già. Se avessero dovuto studiarlo, diceva il poeta tedesco Heine, non avrebbero mai trovato il tempo di conquistare il mondo. E quanto alla storia della loro patria, gliela raccontavano press’a poco così:
Quando i greci di Agamennone, Ulisse e Achille conquistarono Troia, nell’Asia Minore, e la misero a ferro e a fuoco, uno dei pochi difensori che si salvò fu Enea, fortunatamente «raccomandato» (certe cose si usavano anche a quei tempi) da sua madre, ch’era nientepopodimeno che la dea Venere-Afrodite. Con una valigia suele spalle, piena delle immagini dei suoi celesti protettori, fra i quali naturalmente il posto d’onore toccava alla sua buona mamma, ma senza una lira in tasca, il poveretto si diede a girare il mondo, a casaccio. E dopo non si sa quanti anni di avventure e di disavventure, sbarcò, sempre con quella sua valigia sul groppone, in Italia, prese a risalirla verso nord, giunse nel Lazio, vi sposò la figlia del re Latino, che si chiamava Lavinia, fondò una città cui diede il nome della moglie, e insieme a costei visse felice e contento tutto il resto dei suoi giorni.
Suo figlio Ascanio fondò Alba Longa, facendone la nuova capitale. E dopo otto generazioni, cioè a dire qualche duecento anni dopo l’arrivo di Enea, due suoi discendenti, Numitore e Amulio, erano ancora sul trono del Lazio. Purtroppo sui troni in due ci si sta stretti. E così un giorno Amulio scacciò il fratello per regnare da solo, e gli uccise tutti i figli, meno una: Rea Silvia. Ma, perché non mettesse al mondo qualche figliolo cui potesse, da grande, saltare il ticchio di vendicare il nonno, la obbligò a diventare sacerdotessa della dea Vesta, vale a dire monaca.
Un giorno Rea, che probabilmente aveva una gran voglia di marito e si rassegnava male all’idea di non potersi sposare, prendeva il fresco in riva al fiume perché era un’estate maledettamente calda, e si addormentò. Per caso in quei paraggi passava il dio Marte che scendeva sovente sulla terra, un po’ per farvi qualche guerricciola, ch’era il suo mestiere abituale, un po’ per cercare delle ragazze, ch’era la sua passione favorita. Vide Rea Silvia. Se ne innamorò. E senza nemmeno svegliarla, la rese incinta.
Amulio, quando lo seppe, si arrabbiò moltissimo. Ma non la uccise. Aspettò ch’essa partorisse non uno, ma due ragazzini gemelli. Poi li fece caricare su una microscopica zattera che affidò al fiume perché se li portasse, sul filo della corrente, fino al mare, e lì li lasciasse affogare. Ma non aveva fatto i conti col vento, che quel giorno spirava abbastanza forte, e che condusse la fragile imbarcazione a insabbiarsi poco lontano, in aperta campagna. Qui i due derelitti, che piangevano rumorosamente, richiamarono l’attenzione di una lupa che corse ad allattarli. Ed è perciò che quella bestia è diventata il simbolo di Roma, che dai due gemelli poi fu fondata.
I maligni dicono che quella lupa non era affatto una bestia, ma una donna vera, Acca Larentia, chiamata Lupa per via del suo carattere selvatico e delle molte infedeltà che faceva a suo marito, un povero pastore, andandosene a far l’amore nel bosco con tutti i giovanotti dei dintorni. Ma forse non sono che pettegolezzi.
I due gemelli succhiarono il latte, poi passarono alle pappine, poi misero i primi denti, ricevettero il nome l’uno di Romolo, l’altro di Remo, crebbero, e alla fine seppero la loro storia. Allora tornarono ad Alba Longa, organizzarono una rivoluzione, uccisero Amulio, rimisero sul trono Numitore. Eppoi, impazienti di far qualcosa di nuovo come tutti i giovani, invece di aspettare un regno bell’è fatto dal nonno, che certamente gliel’avrebbe lasciato, andarono a costruirsene uno nuovo un po’ più in là. E scelsero il punto in cui la loro zattera si era arenata, in mezzo alle colline fra cui scorre il Tevere, quando sta per sfociare in mare. Qui, come spesso succede tra fratelli, litigarono sul nome da dare alla città. Poi decisero che avrebbe vinto chi avesse visto più uccelli. Remo, sull’Aventino, ne vide sei. Romolo, sul Palatino, ne vide dodici: la città si sarebbe dunque chiamata Roma. Aggiogarono due bianchi buoi, scavarono un solco, e costruirono le mura giurando di uccidere chiunque le oltrepassasse. Remo di malumore per la sconfitta, disse che erano fragili e ne ruppe un pezzo con un calcio. E Romolo, fedele al giuramento, lo accoppò con un colpo di badile.
Tutto ciò, dicono, avvenne settecentocinquantatré anni prima che Cristo nascesse, esattamente il 21 aprile, che tuttora si festeggia come il compleanno della città, nata, come si vede, da un fratricidio. I suoi abitanti ne fecero l’inizio della storia del mondo, fin quando l’avvento del Redentore non ebbe imposto un’altra contabilità.
Forse anche i popoli vicini facevano altrettanto: ognuno di essi datava la storia del mondo dalla fondazione della propria capitale, Alba Longa, Rieti, Tarquinia, o Arezzo che fosse. Ma non riuscirono a farselo riconoscere dagli altri, perché commisero il piccolo errore di perdere la guerra, anzi le guerre. Roma invece le vinse tutte. Il podere di pochi ettari che Romolo e Remo si tagliarono con l’aratro fra le colline del Tevere diventò nello spazio di pochi secoli il centro del Lazio, poi dell’Italia, poi di tutta la terra allora conosciuta. E in tutta la terra allora conosciuta si parlò la sua lingua, si rispettarono le sue leggi, e si contarono gli anni ab urbe condita, cioè da quel famoso 21 aprile del 753 avanti Cristo, inizio della storia di Roma e della sua civiltà.
Naturalmente le cose non erano andate precisamente così. Ma così i babbi romani per molti secoli vollero che venissero raccontate ai loro figli: un po’ perché ci credevano essi stessi, un po’ perché, gran patrioti, li lusingava molto il fatto di poter mescolare degli dèi influenti come Venere e Marte, e delle personalità altolocate come Enea, alla nascita della loro Urbe. Essi sentivano oscuramente ch’era molto importante allevare i loro ragazzi nella convinzione di appartenere a una patria costruita col concorso di esseri soprannaturali, che certamente non vi si sarebbero prestati se non avessero inteso assegnarle un grande destino. Ciò diede un fondamento religioso a tutta la vita di Roma, che infatti crollò quando esso venne meno. L’Urbe fu caput mundi, capitale del mondo, finché i suoi abitanti seppero poche cose e furono abbastanza ingenui da credere in quelle, leggendarie, che avevano loro insegnato i babbi e i magistri; finché furono convinti di essere i discendenti di Enea, di avere nelle loro vene sangue divino e di essere «unti del Signore» anche se a quei tempi si chiamava Giove. Fu quando cominciarono a dubitarne che il loro Impero andò in frantumi e il caput mundi diventò una colonia. Ma non precipitiamo. […]