Los beneficios de la guerra

Hoy me he desayunado sin churros. Había una cierta desolación entre la clientela –trabajadores de primera hora- del viejo bar. Tal vez, pensé, ha habido un pequeño desajuste en la cadena de suministros.

Sin protestar, sin inquietarme, me fui directo al maestro churrero, el mejor de Madrid, que trabaja desde 1965 a menos de cien metros de mi casa. Así serán recién hechos y calentitos, volví a pensar.

Un cartelón de letra desmañada presidía la puerta: Por razones ajenas a nuestra voluntad no disponemos de churros ni porras hasta nuevo aviso.

Me pareció rara la frialdad del anuncio, la falta de empatía con la causa primera que podría estar motivando tal situación. A pesar de todo entré y pregunté. “¿Pero es que usted no ve la tele? Todo el aceite y la harina la traemos de Ucrania, y ahora de Ucrania solo salen las ratas”.

Me pareció que tal exabrupto solo podía proceder de alguien que hace responsables a los ucranianos de lo que está pasando, pero como dócil cliente que soy, saludé y salí. El incidente me dio para pensar en lo imbricadas que están nuestras economías y, por tanto, nuestras vidas cotidianas, de tal manera que una guerra allí te deja sin desayuno aquí. Los exquisitos lo suelen llamar la interdependencia de la cadena alimentaria. Parece que con todos los productos pasa igual. Son cosas que uno no acaba de realizar, de actualizar en su mente, hasta que unos pobres diablos empiezan a arrojarse bombas. Esos mismos que días antes plantaban girasoles. 

Ya es sabido que toda guerra viene, además, muy bien para aprender geografía. Esa geografía de mapas mudos con la que nos castigaban a los once años en el colegio. Como no existía disco duro ni terminal ninguna por donde consultar la accidentada tierra que no conocíamos, nuestros queridos maestros, religiosos o seglares, convertían nuestros tiernos cerebros en masa maleable. Ella se encargaba de nominar y dar forma y contenido a tierras remotas que a fuer de frecuentar (siempre nominalmente) sus grandes accidentes, orográficos o fluviales, acabábamos haciendo nuestras, seducidos por la magia de nombres oscuros, de belleza y misterio milenarios.

Siguiendo el implacable movimiento de las agujas del reloj teníamos que recitar los nombres, y situar debidamente en el mapa, los grandes ríos del gigantesco continente asiático. El que lo conseguía, sin equívocos ni vacilaciones, era aclamado por la clase como el heredero de Tamerlán, que no sabíamos muy bien quién era pero que nos sonaba a algo heroico, siempre a caballo, atravesando las grandes estepas heladas de Siberia o sobreviviendo a las tormentas de arena del Takla Makan, el desierto de todos los desiertos. Ya se ve que sabíamos mucho, aunque nadie nos solicitaba para comprender algo.

Tamerlán

Los grandes ríos se rezaban así, si mal no recuerdo: Obi, Yenesey, Lena, Amur, Amarillo, Ganges, Indo, Eúfrates, Tigris, Volga, Don, Dniéper, Dniéster. Siempre se nos olvidaba el Mekong, pero es que está muy caído en el mapa y siempre lleno de jungla. Luego venían los grandes lagos o mares interiores, los desolados desiertos, las cumbres inexploradas y una vaga representación de gentes con otras pieles de colores azafranados y vestimentas fascinantes. E incluso capitales de nombres sonoros que incitaban a la aventura, al comercio, a la guerra, ¡ay, las guerras! ¡Cuánto saben de los hombres! Sobre todo, de los muertos y de los que mataron, y también de los cobardes, y de los arrojados. Mi héroe, como ya se ha dicho, era Tamerlán, no por lo que hiciera, que nunca lo supe, sino por su nombre épico, por su caballo salvaje en el que nunca monté pero por el que me dejaba llevar de estepa en estepa, conquistando tierras, sometiendo pueblos, saboreando las mieles de la gloria, gloria que desaparecía de inmediato cuando atronaba el silbato para comunicarnos que era la hora del recreo, que había que detener la imaginación para dar patadas a un pelota o a la espinilla de un patriota, enemigo mortal que, mal que bien, defendía su portería de las arremetidas de mis huestes.

Hoy, que los proyectiles más sofisticados llegan hasta la alfombra de nuestro salón vía corresponsal de guerra en las primeras noticias de la mañana, he aprendido a distinguir, lejos de la fastuosa geografía física y humana de entonces, los tipos de misil, por ejemplo. Los hay asesinos y los hay suicidas. Unos se llevan por delante cuantas vidas pueden. Otros, atrofiados o enfermos, no explotan y esperan pacientemente que expertos artificieros pongan fin a su triste vida tras un estallido tan violento, como inútil.

¿Qué pensará un soldado ucra frente a su homólogo ruski?, me pregunto con frecuencia. ¿Se habrá creído la guerra? ¿Estará convencido de su misión redentora? ¿Se creerá la misión histórica de recrear el imperio ruso, o la celestial de expulsar del antiguo territorio de la Santa Rusia a neonazis, maricones, transgéneros y gentes de malvivir? ¿Qué pensará de los oligarcas que tienen incautados yates, cuentas y mansiones por medio mundo? Pobre soldado que no da abasto con tanta muerte ni con la inmensa inmensidad de tantas preguntas que se le vienen encima. Y la más importante: ¿volveré a casa con la que está cayendo?

—Dame un adiós, hermano, y que la tierra helada nos proteja de nuevos proyectiles.

—Mátame en ruso, hermano, como yo a ti, para que entendamos bien nuestra propia muerte.

Arturo Lorenzo.
Madrid, marzo de 2022