
Hoy me he desayunado sin churros. Había una cierta desolación entre la clientela –trabajadores de primera hora- del viejo bar. Tal vez, pensé, ha habido un pequeño desajuste en la cadena de suministros.
Sin protestar, sin inquietarme, me fui directo al maestro churrero, el mejor de Madrid, que trabaja desde 1965 a menos de cien metros de mi casa. Así serán recién hechos y calentitos, volví a pensar.
Un cartelón de letra desmañada presidía la puerta: Por razones ajenas a nuestra voluntad no disponemos de churros ni porras hasta nuevo aviso.
Me pareció rara la frialdad del anuncio, la falta de empatía con la causa primera que podría estar motivando tal situación. A pesar de todo entré y pregunté. “¿Pero es que usted no ve la tele? Todo el aceite y la harina la traemos de Ucrania, y ahora de Ucrania solo salen las ratas”.
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