Michel Houellebecq siempre escribe el mismo libro. El mismo implacable libro: sobre él mismo. Pocos autores tienen tan poca piedad sobre sí mismos. El hecho de que casi siempre escriba en primera persona dificulta la idea de poder separar al autor del héroe, o del simple narrador. En cierto modo, su indisimulada egolatría literaria no hace más que alimentar la leyenda de autor maldito, con lo que eso conlleva de pingüe beneficio económico. Autor de vida excéntrica y declaraciones explosivas, ha sabido construir esa imagen de literato rebelde con la que pasará a la Historia de la Literatura europea, occidental, mundial. Porque se puede ser rebelde sin disparar un solo tiro, sin asaltar un parlamento, sin declarar ninguna guerra. Si no, que se lo pregunten a Nietzsche, por ejemplo.
Serotonina,(Anagrama, Barcelona, 2019) es la última entrega de ese libro continuo y demoledor en el que Houellebecq no cesa de contarnos la lenta e inexorable decadencia, en caída libre hacia la destrucción, que ha sido el sueño de una Europa reconfortante, para los europeos, en la que el derecho, la libertad, la democracia y el estado de bienestar parecieron el paradigma social en el que se debía asentar la civilización global, camino de un progreso siempre creciente. Parece que algunos movimientos de izquierda así lo creyeron, al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
La novela, por llamarle de alguna forma, porque según los cánones decimonónicos, el libro tiene poco de novela, no deja indiferente a nadie, como no dejan indiferentes las anteriores novelas del autor, precisamente por eso, por ser el mismo libro. Nada más lejos de la corrección política. No, no es justo hablar de corrección o incorrección política. Se trata, más bien, de una incorrección social sobre la que el autor pasa con un aura de amoralidad envidiable que le hace afrontar los temas más escabrosos con la naturalidad de quien descorcha un Chablis, que tanto gusta al narrador.
Éste, el narrador, un tal Florent-Claude Labrouste que aborrece su nombre, es en realidad un tipo que no sabemos muy bien por qué está mal, aunque él se empeñe reiteradamente en explicárnoslo. Vive en un permanente estado de abulia, en realidad nada que no le pueda suceder a un ciudadano cualquiera en medio de la gran ciudad una tarde de domingo al contemplar en directo la disparatada furia consumista que ataca a las masas frente a los escaparates de los grandes almacenes. No parece que la lucidez de sus análisis conduzca a la felicidad, más bien al contrario. Florent-Claude/ Houellebecq es un hombre más desesperanzado que desesperado. Una sinceridad apabullante de sentimientos se desprende de cada una de sus afirmaciones, que las lanza desde una posición extremadamente ajena a la moral dominante.
Parece que la sinceridad/autenticidad de sus reflexiones es la que le va sumiendo en esa desesperanza colectiva, en esa crisis de valores en la que contrapone la sinceridad consigo mismo, por encima de todo, a la conducta general de la sociedad occidental. Florent está convencido de que el modelo cultural de Occidente está en absoluta decadencia e irremediablemente condenado a la desaparición a manos de otras formas y modelos culturales, como el propio autor dejó explícitamente definido en Sumisión, su anterior novela, es decir, como decíamos más arriba, el capítulo anterior del mismo libro. Aunque aquí no hay guerra de civilizaciones aparente. Es sólo el rumor de fondo, como las cabalgadas de los bárbaros al otro lado del Rubicón antes de que Odoacro destronara a Romulo Augustulo, el reconocido como último emperador del Imperio Romano de Occidente.
La historia, si es que hay historia de este tal Florent-Claude, consiste básicamente en que el lector adivine si se va a autoaniquilar mientras lo lee o esperará a que haya terminado. Entre tanto le da tiempo al autor/narrador de largar un «opinioneo» sobre todas las cosas posibles. Da igual si son los fármacos, los canales de cocina de la tv, la política agroalimentaria de Bruselas y sus consecuencias sobre la ruralidad francesa, la modesta arquitectura de los extrarradios parisinos o el coño de las mujeres que pasan, de cerca o de lejos, por su vida. Es, como se ve, una novela de opinión, como todas las del autor. Es, como se ve, lo que podríamos llamar una novela/ensayo porque, como decíamos, novela, en el sentido decimonónico, no existe. Es por lo tanto una narración radicalmente moderna en la que todo vale. Y gracias a la magia literaria del amigo Huoellebecq, vale muy bien porque a nadie deja indiferente lo que dice, tenga o no que ver con el hilo, sutil, de la historia. Es más, creo que el lector moderno está más dispuesto a interesarse por las digresiones que por la historia. Es que la Historia ha cambiado.
Hay a muchos lectores y comentaristas que parece que les encanta escandalizarse con las cosas que Michel Houellebecq cuenta. Ésa es posiblemente una de las razones fundamentales de su éxito comercial: voy a leerlo para estar en contra. Pero nadie me podrá negar la honesta y antipática sinceridad con la que desvela sus mas ocultos sentimientos por boca de los distintos narradores que dirigen en primera persona el relato de la acción. Casi todos le acusan de todo: racista, misógino, pornográfico, antieuropeo, nihilista y, sobre todo, cómo no, de machista radical. Si alguien lee con cierta devoción objetiva Serotonina observará el amor y la ternura infinitas que le procura la mujer, y las protagonistas en general. Sólo el narrador protagonista es responsable del fracaso del amor frente a mujeres, de las que apenas nos deja unas pinceladas, en las que se aprecia ese don de entereza, fuerza y centralidad de las que el narrador carece. No se puede más que calificar de magistral cómo en dos líneas es capaz de resumir el inacabable entuerto de la infidelidad, motivo enorme de toda la literatura universal.
Florent-Claude es un apestado de la civilización occidental: «…nada parecía frenar mi camino hacia la aniquilación», (pág. 247). Un apestado que nos deja en sus relatos diversos, variados y contundentes motivos para sentirse un desesperanzado absoluto. Y el amor, que podría ser la única causa y motivo de su redención no le sirve, por eso, por apestado. «Se está muriendo de pena», le dice el doctor Azote. Y el modo y manera de aniquilación para el que parece programado, la pena, le lleva, después de un loco intento de rehabilitación a través del asesinato de la persona más inocente, a una nueva tortura en la que debe definir ante el lector el modo y manera en que perpetrará esa supuesta aniquilación. Páginas estremecedoras donde las halla con una reflexión implícita sobre la sociedad moderna: la soledad de la gran ciudad, la soledad de los ancianos o de los que ya están convencidos de que lo son.
No ceja Houellebecq ni por un momento de incomodar al lector y en las páginas semifinales del libro deja caer una reflexiones en torno a Proust y Thomas Man, perfectamente aplicables a Cervantes, en las que contrapone el valor de la obra de los creadores con la verdad de su pensamiento íntimo. ¿Qué es lo que vale, amigo mío, tu gran obra o la belleza (se habla del cuerpo) que te rodea por la que perderías la cabeza en un solo instante? Algo así le dedicó Unamuno a Cervantes, perdón, a don Quijote que según todas las leyendas, como Florent-Claude, era un alter ego del autor.
Arturo Lorenzo.
Madrid, febrero de 2019
Excelente aporte a la literatura y nada mejor que deslizar los ojos a través de las veredas del autor en su obra.
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