Lo que queda del ayer

Actualización

Me permito, por gentileza del autor, publicar la presentación que hizo el escritor Miguel Ángel Mendo de la novela de Manuel Janeiro, Los hijos de la revolución francesa, el pasado día 28 en la Casa de Galicia en Madrid. Son cuatro páginas pero merecen la pena.

Presentación de “Los hijos de la Revolución Francesa”
de Manuel Janeiro
28 de enero de 2019 – Casa de Galicia – Madrid

Esta novela es un libro de poesía disfrazado de libro de memorias, de compendio de reflexiones filosóficas dispersas, de trabajo de campo de antropología y de tratado urgente de sexualidad amorosa, trufado de disquisiciones psicológicas sumamente sugerentes por heterodoxas, de acotaciones de gastronomía, de geología y de historia del arte.

O dicho de otra forma: este libro de poesía es una novela. Una novela compuesta por 17 viñetas o capitulillos, cuyo aparentemente deslavazado orden secuencial, como al desgaire, esconde un preciso y minucioso flujo narrativo de máxima eficacia emocional, devastador.

He tomado unas notas en mi segunda lectura, aún más emocionante que la primera.

Hay algo que desde el principio me ha cautivado: el desparpajo. La expresividad sin tapujos ni ñoñerías. La expresividad libre. Pero, si no es una contradicción irresoluble, que no lo es, se trata de un desparpajo elegante. Bueno, la aristocracia siempre ha sido así: descarada, insolente, impúdica, pero al mismo tiempo refinada y segura de sí misma. Por alusión al título del libro (Los hijos de la Revolución Francesa), esta sería más bien la elegancia ilustrada de los sans culottes. Y por ello, excesivamente ilustrada, como pretensión, como necesidad de una auto-imagen reivindicadora.

Pero ese desparpajo es un tesoro. Si no está presente la pequeña gran verdad del tono literario no hay literatura. La invasiva y omnipresente corrección política, o moral, o como quiera llamarse, no es otra cosa que censura, que aspira, como logro máximo, a convertirse en autocensura. En realidad ya lo ha conseguido. Winston ama al Gran Hermano. Nada de eso encontraremos aquí. Rara avis en el panorama literario actual. Valiente, sin pretensiones esta vez, sin alardes. Todo el lenguaje a su disposición —subrayando la palabra todo—, con una naturalidad apabullante.

Sí, sin miedo, porque por las facciones o los rasgos que muestra el lenguaje jamás deberíamos permitirnos establecer un juicio determinante del significado profundo que contienen. Como es igualmente ridículo y de supina ignorancia juzgar a una persona por las facciones de su rostro, negándose por ellos a conocerla más. Prejuicios y miedos de esta sociedad timorata y superficial.

El propio autor lo desvela, si se quiere entender el subtexto. Cito, de la página 41: «…es posible que pretendiéramos hablar otra vez del amor, ese espejismo del que tanto sabíamos y al que tanto recurríamos bajo la coartada de hablar de tías, un clásico que cultivábamos en sus distintas variables desde la adolescencia.» Fin de la cita.

«Hablar de tías», esa expresión tan utilizada por los hombres de mi generación, de nuestra generación. En la novela se habla de tías constantemente, tanto en episodios y aventuras rememoradas como en el tiempo presente de la narración. Que hipocresía sería negarse a sumergirse en la profundidad humana que se ocultaba tras los códigos, tal vez desabridos o cínicos, siempre cómplices, con que los jóvenes y los hombres compartíamos nuestras más íntimas inquietudes sentimentales. A veces gloriosas, a veces dolientes. O incluso ficticias.

Porque toda la novela está cuestionando, y aún diría más, derribando esa superficialmente entendida «prepotencia» masculina. Hay un dramático desencanto del macho, una desmitificación, un derrumbe desolador, inconfesable, pero latente en todas las páginas de la novela. Que tiene su impresionante colofón al final del libro, y no digo más para no rozar siquiera la posibilidad de hacer spoiler, o sea de destripar la historia, que se dice en castellano.

El vacío, el desengaño de la idea de ser hombre, con todos los matices y componentes que para nosotros conformaban la idea, es patente, y refleja de una forma despiadada el descoloque que sufre nuestra raza masculina ante el fehaciente fracaso de su adaptación a un mundo de relaciones necesariamente más ecuánime y honesto (me niego a decir igualitario, por absolutamente equívoco).

Cita (pág 45): «Grageas, pomadas… ¿Entonces uno tiene que vivir para la polla?, dijo Willy groseramente. “¿Y no es para lo que has vivido siempre?”, le contestó Fernando Latarce con displicencia.» Fin de la cita.

Asistimos como espectadores privilegiados a un verdadero striptease de la sexualidad masculina. Y los stripteases, tan exuberantes y tan paradisíacos para el imaginario masculino, insospechadamente requieren, como todos los hombres sabemos, una gran dosis de respeto y de pudor. Eso mismo pido a las lectoras. O mejor, lo exijo.

Porque, como el propio autor confirma, esos mismos tipos masculinos, tan aparentemente oscuros, como si equívocamente se entendiesen surgidos de la pluma de un narrador nihilista, no lo son en absoluto, son «fulanos rellenos de luz» (pág. 56), que a mí me recuerdan, en efecto, a los personajes que pueblan la literatura de la Generación Beat americana de mediados del siglo pasado, de los Kerouac, Burroughs, Ginsberg… Seductores y luminosos en su desidia física y moral, en su fracaso vital, en su elegida indigencia. Son retratos de gente compleja y contradictoria rica en facetas aparentemente incongruentes. ¡Necesitamos imágenes, ideas, emociones complejas! Si no, el número de nuestras neuronas se seguirá reduciendo a estos pasos agigantados.

Fíjense si no en como el autor destroza, por implosión, el propio lenguaje que le ha conformado biográficamente como hombre, destapando tras la miseria del significante la impresionante fecundidad y profundidad del contenido implícito. Cita (página 71): «Pues si pudiera verle la cara yo me la tiraría, afirmé yo.» Por favor, contengan la indignación jesuítica. Sigue la cita: «Por toda respuesta Willy me miró con su sonrisa habitual y volvió a beber del vaso. Ese cuerpo de guitarra y ese culo potente, quizá algo excesivo, me gusta. Me gusta también la melenita cuidada y los tobillos que dejan ver los pantalones. Me podría tirar todo lo que veo, los tobillos, los zapatos de marca, la mano con la que gesticula y que se le ve desde aquí. Por el bolso y la gabardina que tiene apoyados en la banqueta de al lado no habría problemas, también me los tiraría, pero necesito verle la cara.» ¿Qué significa para el autor «tirársela», más allá de la soez expresión supuestamente machista de la palabrita en cuestión? Amarla. Aún más que de «hablar de tías», de amor está lleno el libro. Amor cuando no es esa la palabra que hay que decir entre amigos, porque rebasa nuestro entendimiento y nos enturbia, y nos hace creyentes de algo, y nos desfigura y nos asusta. Y porque no queremos reconocer que morimos por ella. Puro cinismo infantil, ya lo sé. Todo eso es este striptease.

En fin, basta de interpretar y facilitar la digestión de una expresividad retratada con el candor del juego y la plena confianza en la grandeza de alma del lector o lectora. Siento vergüenza por haberlo intentado, cuando el autor ni siquiera se lo plantea, incluso habiendo escrito su novela en primera persona.

Porque tropezar con esa piedra y caer es dejar abandonados a su suerte a cuatro tortuosos y entrañables seres que se instalan con todo su caos luminoso en nuestro corazón. Misericordia es la palabra que destila, para mí, toda esta historia. Misericordia es lo que todos necesitamos para ser capaces de mirarnos unos a otros al rostro, cuando se ha vivido el tiempo suficiente para haberse implicado en la vida con toda la torpeza, el estupor y la magnificencia que por igual nos adorna. Al final, misericordia hacia uno mismo, misericordia sanadora y a la vez mordiente. Janeiro nos coloca ante ese espejo de desolación, risa, dolor infame y… denodada aceptación. Y esa brutal invitación a afrontar la escondida y profunda grieta azufrosa de nuestro desamparo solo se puede llevar a cabo con la poesía.

Gracias, Janeiro, no solo por el milagro de atreverte a intentarlo, sino por conseguirlo hasta la médula. Gracias.

 

Miguel Ángel Mendo
Madrid, enero de 2019

Lo único que queda del ayer es una desmesurada melancolía que se convierte en un acertado elixir contra la usura del tiempo y, por ende, en una incierta confianza en el futuro por muy escaso que ya nos parezca. La última obra mínima y magistral de Manuel Janeiro, «Los hijos de la revolución francesa», es eso, un alegato contra la usura del tiempo que provoca en nuestros amigos más queridos una degradación insoportable que los hace cómplices y culpables de su propio fracaso. A tu amigo, asesino de los más horrendos crímenes de lesa humanidad, confeso y convicto, ¿lo ayudarías? Pues claro que sí, porque por encima de la familia, del honor, de la fidelidad, del amor, del compromiso con los valores más consagrados por la sociedad, la amistad se revela como ese vínculo inquebrantable que permite al ser humano serlo de verdad.

Y de eso trata esta sencilla y fulgurante novela que traza un semblante algo oscuro de una parte de aquella generación que estaba predestinada a triunfar: de la amistad. Porque la amistad no se obtiene por herencia o casualidad. La amistad se elige. Ya sabemos que el amor también se elige, o parece que se elige, pero no resulta lo mismo.

Lo que podía haber sido una novela río contando con el abultado historial de heroicidades y canallerías de los protagonistas, con sus sueños de libertad o sus fracasos profesionales, políticos, sociales y, por supuesto, amorosos, el relato está tan perfectamente estructurado que, por medio de unas elipsis gigantes y unos breves apuntes biografico-literarios, el lector adivina con facilidad el rico bancal de experiencias en el ha tenido lugar la vida fundacional de esas piltrafas humanas que son los maltratados protagonistas.

Un puñado de personajes desclasados, acabados y lúcidos son tratados como verdaderos desechos, aparcados en la rutina de su soledad colectiva, caídos en la escombrera de la historia y puestos bajo la lupa de un omnisciente y despiadado narrador que por ocultarse, con ánimo de hacerse más grande, sin duda, nos oculta hasta su propio nombre. Para entendernos y saber de quién hablamos yo le pondré uno: Aníbal. ¿Pero de qué? Aníbal es un nombre lleno de dignidad. Caníbal. Al narrador le cuadra mucho mejor Caníbal.

Caníbal no tiene piedad por sus víctimas. Aunque, eso sí, se nota mientras las maltrata y descalifica que siente una infinita ternura por ellas, hasta el punto de que si pudiera las redimiría de tantos vicios, defectos y descalificaciones como les va distribuyendo. Llegado un punto, podría decirse que Caníbal lo que quiere es ser como ellas. Quizá lo que quiere en el fondo es ser otra víctima más, porque descubre en su propia renuncia al placer, en su excesiva inmadurez y en su desmesura que el mundo ordenado del que proviene es el que le incapacita para ser aquel que alguna vez soñó que podría haber sido.

Aquellos antiguos jóvenes acumulan torpezas y vicios que Caníbal quiere ver lejos de sí, temeroso de que alguna de aquellas torpezas, o todas ellas, acaben también formando parte de su dañado patrimonio moral y de su desorden estético.

El pretexto del relato, y quizá su motor, es un viaje. Los hijos del 68 siempre fueron muy viajeros, aunque no se movieran de sus casas. Viaje por una España interior desolada sobre la que hace ya mucho tiempo cayó el peso del olvido. El viaje es una manera de dilatar el encuentro durante años pospuesto. Y el viaje es otra manera de regresar demorándose para poder renegar a conciencia de un pasado que Caníbal intuye que ya no les pertenece. La sensación de derrota, de fracaso total tras una vida de exquisita ramplonería, es absoluta. Peleles en manos de un destino que nunca les alcanza. Ni las poesías de Feranado Latarce, ni las fotos de Willy, ni la memoria histórica de un Marruecos desaparecido para siempre, ni la coqueta altivez de la joven que se parecía a Jean Seberg dan para otra cosa que no sea un destino parecido al de la musa de Godart, aunque en el caso de nuestros protagonistas ninguno tenga valor para tomar en sus manos su propia muerte como tampoco lo tuvieron para tomar su propia vida.

La novela, sin aparente trama argumental, perdón, mejor sería decir sin aparente trama de acción, se convierte, a lo largo de sus 17 breves e intensos capítulos, en una trama de auto reflexión en la mente y en la escritura de Caníbal que toca todos los palos: frente a la belleza de lo femenino la fealdad de la España inculta e incultivada. Frente a las promesas del amor la agotadora desesperación de la incertidumbre y, a la postre, la evidencia de su fracaso. Frente a la poderosa energía del sexo joven e innovador la dolorosa entrega de su lenta e inexorable decadencia. Frente a la altísima imagen moral de uno mismo la conciencia criminal de haber dejado morir entre los brazos al ser amado, sin los arrestos necesarios para prestarle el auxilio elemental para intentar remediar, si no su muerte, sí al menos su dolor…

Hubo un tiempo en el que aquellos antiguos jóvenes llegaron a creer que por el mero hecho de ser ciudadanos, es decir, por el mero hecho de existir, todo se les debía: lo queremos todo, aquí y ahora, se consagró como grito de guerra. Pero pronto llegó el dinero a ríos dejando en ridículo las disputas entre partidos burgueses y sindicatos obreros. Se acabó el Telón de Acero y la Guerra Fría. Se aceleró la presencia de países emergentes que dejaron en la cuneta el ideario igualitarista de los románticos del 68. Y el dinero, otra vez el dinero, se hizo con el mundo y los hombres que soñaron ser libres volvieron a ser esclavos, o como se les llama ahora, simplemente, pobres.

Este es el marco, elidido, implícito, en el que las víctimas de Caníbal parecen agitarse sin fin como poseídos de una esperanza innata en un futuro inmediato que apenas pueden prefigurar, pero que Caníbal aprovecha, con su prosa certera y sin concesiones, para dar un giro espectacular a la historia, dejar de paso descolocado al lector y proclamar la única y verdadera razón del relato: la amistad.

Arturo Lorenzo.
Madrid, enero de 2019