……..#BREVIARIO
.
- Texto leído por Valeria Correa Fiz el 16 de marzo de 2018 en la librería Tipos Infames de Madrid..
Rodrigo Blanco Calderón
Escritor y editor venezolano. Por ahora, en París. Autor de los libros de cuentos Una larga fila de hombres (2005), Los invencibles (2007), Las rayas (2011). Y de la novela The Night (2016)
Blog: El atajo más largo
Una gran parte de la literatura y del pensamiento más originales y de ruptura del siglo XX y del XXI se ha forjado bajo lo que yo llamo «la condición de escritor viajero o migrante». Guerras, persecuciones, intransigencias, intolerancias, crisis económicas, pero también becas, trabajos, doctorados y demás oportunidades en universidades extranjeras han obligado o motivado a escritores a abandonar sus lugares de origen y continuar con sus vidas en otros nuevos. Lo que en el pasado fue un fenómeno aislado o minoritario se convirtió en los últimos tiempos en una constante pareja a los cambios sociales y políticos propios de la posmodernidad.
Este cambio de «paisajes» dio a lugar en la literatura a un fenómeno que podemos resumir así: si el modernismo convirtió la metrópolis en el topos central de la producción literaria, buena parte de la posmodernidad, la encarnada sobre todo por escritores viajeros o extranjeros, creyó en la cosmópolis. Así en los cuentos de Los terneros se suceden Ciudad de México, Biarritz, Caracas, París, Miami, Berlín, por mencionar algunas de las grandes ciudades que sirven de escenario a sus historias. Y muchos de sus personajes son extranjeros: ciudadanos rusos en París, venezolanos en Biarritz, un alemán en Caracas son solo algunos de los ejemplos que se suceden en este libro.
En Mentiras contagiosas, el mexicano Jorge Volpi defiende el derecho a insertarse en otras tradiciones en estos términos: «quizás la nacionalidad de un autor revele claves sobre su obra, pero ello no indica –o al menos no tiene por qué indicar– que esté fatalmente condenado a hablar de su entorno, de los problemas y referentes de su localidad, o incluso de sí mismo».
Me gusta pensar que la acción literaria nunca ha conocido fronteras: la literatura no tiene por qué ser nacional. Los escritores son hijos de su tiempo y como tales heredan, estén donde estén, lo que yo llamo un «residuo nacional». Recuerda Elena Garro en sus memorias que el poeta español León Felipe en el exilio mexicano decía: me duele España. Del mismo modo, en los cuentos de Los terneros, los personajes puede que no estén en su país de origen pero nunca abandonan el debate y la dialéctica con su realidad nacional.
Adán y Eva, y con ellos todos los «expatriados» de la historia, cuentan con la memoria como recurso para mantener y detener el ámbito desaparecido. Uno de los imperativos bíblicos es el de la memoria (palabra que aparece mencionada no menos de ciento sesenta y nueve veces en la Biblia, referida tanto a Dios como al pueblo de Israel). La memoria es uno de los modos de la continuidad del ámbito desaparecido. Si la memoria quiere ser trasmitida debe contar, a su vez, con la capacidad relatora. Quien relata, conserva. Quien relata, inventa. Quien inventa, modifica y/o se hace preguntas. Como el protagonista de Biarritz que tiene que viajar a las playas de esa ciudad en noviembre y a quien su editor le dice: Ya no estás más en el Caribe. En este país el sol y el mar son otra cosa. ¿Qué significa un paisaje como la playa en invierno cuando uno es extranjero? ¿Qué hay en el metro de París? ¿Cómo es la ciudad de México vista por un ciego? Esos son algunos de los interrogantes que Rodrigo Blanco Calderón enlaza en sus cuentos. En su literatura nada es lo que parece. Los paisajes se resignifican, la arquitectura conocida se resignifica. La condición de extranjero puede ser un estado de ánimo tan profundo y poderoso como lo puede ser cualquier otro de los afectos por todos conocidos: el amor, el odio, la pasión.
Al desplazamiento físico de Blanco Calderón hay que unir el histórico-informacional. Por ejemplo, la historia de los atentados de París se cuela en mi cuento favorito, Los locos de París. Y los cuadros de Goya y La odalisca de Matisse son cruciales en Los terneros.
Para un escritor «la Patria» son también sus lecturas: Cervantes, Hugo, Dante, Petrarca, Corso, Burroughs, Machado de Assis, Woolf, Kundera, Saint-Exupéry son algunos de los autores que aparecen en los cuentos de Los terneros y que enlazan literatura y vida tan simple y delicadamente. Y hasta hace un cameo, como Hitchcock, el gran Borges. Para el escritor argentino el hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce; Blanco Calderón reformula el principio y le hace decir a uno de los personajes más encantadores de todo el libro: he descubierto que una buena novela es eso: la inminencia de un ataque de zombis que no se produce.
Por último, y luego de destacar lo posnacional y lo metaliterario en este libro, quiero hablar de la belleza narrativa. No solo por la galería de personajes singulares que componen este libro, que gozan, en palabras de Rodrigo Blanco, de la sensualidad de las victimas sino por la infinita delicadeza en el entramado de las historias. La elipsis, la lectura equivocada de los signos, las dos historias que confluyen en un mismo cuento, como le gustaría a Piglia, todo eso hace que Rodrigo Blanco Calderón trate al lector como al detective de La muerte y la brújula de Borges. Recordemos la trama brevemente: el detective del cuento investiga una serie de muertes que adjudica a una vieja secta hebrea. Así es conducido por el asesino Scarlach y antagonista hacia el escenario de su propia muerte. El lector descubre sobre el final del relato que todos esos crímenes no son más que un montaje narrativo para atrapar al detective. También los cuentos de Rodrigo Blanco Calderón tienen una estructura oracular y fatalista: hay alguien que está ahí -generalmente un discreto narrador en primera persona- para recibir un relato. Pero hasta el final no comprende que esa historia que está por recibir es la suya y es la que definirá su destino: perder la inocencia de los terneros y reunir en su cuerpo todo el miedo de la muerte con el que se carga por puro linaje.
No me queda más que animar a los presentes a leer este libro que, por sus altas calidades literarias y la imaginación salvaje que despliega, no dejará a nadie indiferente. Muchas gracias, Rodrigo, por escribirlo.