El amante

—Me gusta verte caminar con las nalgas al aire— me dijo cuando me alcé para ir al baño.
En esta época me sorprendía que una mujer pudiera apreciar una parte de mi cuerpo y, sobre todo, decirlo. Era estudiante en la universidad libre de Bruselas, por las tardes solía jugar a las cartas, al whist por dinero, un juego parecido al bridge. Había siempre espectadores a nuestro alrededor. Un día se me acercó una chica por detrás. Observó mi juego durante un momento y luego me preguntó:
—¿Cuándo estás libre?
La miré un momento. Era guapa, pelo negro, labios pintados de rojo sangre.
—Cuando quieras, vendo mi lugar en la mesa a un compañero.
—Nos vemos en el bar La Esquina en un cuarto de hora— dijo, se alzó y salió. Llevaba una minifalda muy corta, una blusa blanca y sus zapatos de tacones marcaban sus pasos decididos.

Era el mejor jugador de nuestra mesa, no tuve problemas para encontrar un sustituto, así que salí y me fui a La Esquina, un bar vecino. Rosita estaba sentada con la piernas agresivamente cruzadas en una mesa un poco apartada. Se presentó y me invitó a sentarme a su izquierda en el banco. Estábamos muy apretados. Me preguntó qué quería beber, le dije: lo mismo que tú. Era un cóctel bastante fuerte. Sin preámbulos puso su mano sobre mi pierna y me besó en la boca como lo hacen los jóvenes adolescentes. Me dijo que le gustaba y que conocía un hotel cercano donde no preguntaban nada. Ya me estaba acariciando. Todo su cuerpo estaba tenso, invitándome.
Poco tiempo después entramos en la habitación. Apenas se cerró la puerta, me desabrochó el cinturón, me bajó los pantalones, los calzoncillos, me empujó hacia la cama, me cabalgó con la falda arremangada. No llevaba bragas.
El día después me dolía todo el cuerpo, habíamos follado hasta medianoche. Me había dicho poco sobre ella, solo que trabajaba en un bar para soldados y que hoy era su día libre, por lo que salía con quien quería. Durante algunos días no la vi, seguía jugando al Whist, ganando cada vez más. Un día me llamó el dueño del bar, me pasó el teléfono y dijo que una chica preguntaba por mí. Era Rosita, quería saber si podíamos vernos en el bar La Esquina. Respondí que sí.
La acompañaba una amiga, también ella vestida para salir, con un vestido super corto y pechos en bella vista. Rosita me besó en la boca y me la presentó:
—Se llama Juana, es una compañera, quería conocerte. ¿Vamos?
Juanita, también me besó en la boca y me tocó sin el más mínimo pudor.
—¡Que sí!— respondió ella, antes que pudiera reaccionar.
Encuentros así se sucedieron durante todo el año. A veces, Rosita venía sola, pero normalmente se traía una «compañera». Es más, una tarde se presentó una chica sola, Pilar. Guapa y vestida sexy, como siempre. También con ella, pocos preámbulos y estábamos en la cama del hotel, cuando entró Rosita histérica:
—Pili ¿cómo has podido?— y le pegó una cachetada.
Al final todo terminó con los inacabables revolcones juntos en la cama. Eran insaciables.
Al final del año académico, volví a Lieja. encontré al amor de mi vida y me casé. Durante la ceremonia en la catedral, la vi escondida detrás de una columna. Estaba llorando.

 Jean Claude Fonder