Llevados por la euforia lírica, una comparación poética entre el mar y el amor puede fácilmente derivar en canción melódica de la más baja estofa porque ¿cómo resistirse a los juegos de significado, a las metáforas y a las aliteraciones cuando la palabra “amar”, en su humildad fonética, lleva en sí misma la inmensidad del océano?
¿Qué es el mar? ¿Olas sonrientes? ¿Espuma que suspira? ¿Islas de sal sobre tu piel caliente?… Perdón ¿cómo ha dicho?
El mar es sima y oscuridad, criaturas abisales y monstruosas, espejo de la luna sometido a su cara oculta, horizontes en los que cantan las sirenas y reina el infortunio, residuos radioactivos de innecesarias explosiones, plásticos que asfixian como los malos recuerdos; es el sustrato del iceberg, la cama del naufragio, el estuche en el que se oculta el rayo, el Ganges de todos los continentes, el continente de todas las cloacas.
El mar es derrota, lo mires como lo mires. No en vano es ésta palabra marítima, que significa “apartarse de su rumbo originario”
¿De qué hablábamos? ¿Del amor?
© Angela Nordenstedt, imágenes y textos