……..#BREVIARIO
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Escribo esta crónica un lunes, día mundial de los “hoy comienzo la dieta”. Etimológicamente la palabra «dieta» proviene del griego dayta y del latín diaeta y significa ‘régimen de vida’. Hacer dieta, entonces, debería ser sencillo, me digo. Se trata de hacer pequeños cambios, autoimponerse un poco de orden y buenos hábitos. Y a continuación, lo primero que me viene a la cabeza es, cómo no, la comida. Helados de chocolate, patatas fritas, abundantes platos de pasta rellena que destilan litros de salsa por los bordes. Aún antes de tener verdadero hambre, ya empiezo a imaginarme todo aquello que no podré comer hasta perder los kilos de más.
Los huevos fritos según Pablo Picasso
Porque la mente nunca se está quieta y quizá como un absurdo modo de castigo imaginario, recuerdo que Dante colocó el Tercer Círculo del Infierno a los golosos. El mitológico can Cerbero, monstruo de tres cabezas, es el guardián de este sitio. Virgilio, guía de Dante en la travesía por el Infierno, calma la ira del perro con un puñado de tierra que le arroja en cada una de las bocas. En la Divina Comedia los guardianes conservan una cierta coherencia con los pecados que custodian. Es por ello que el can Cerbero devora ferozmente casi cualquier cosa que tenga a mano. La miseria del pecado de gula es tal que basta un puñado de tierra par calmar su ferocidad. Los golosos son golpeados permanentemente por una lluvia eterna de agua sucia, granizado y nieve y son condenados a yacer en estas aguas pútridas, Mientras tanto Cerbero con sus garras lastima las almas de los condenados. Dante no asigna a los golosos ninguna metamorfosis como lo hace en otros casos, sin embargo, en el lector la idea de goloso-puerco es asociada de inmediato.
El mapa del Infierno, Sandro Botticelli
Dante y su fantasía me ayudan a olvidar, de momento, los huevos fritos, los postres de chocolate y nata y los quesos franceses que me comería en gruesas lonchas, tumbada en un chaise longue como un romano en Saturnalia. Optaré por las verduras grilladas, las carnes blancas y las frutas frescas, me digo con resignación y valor. Pero cuando llega la hora de la comida, todavía tengo que enfrentar el reto de las cantidades.
Me sirvo un trozo pequeño de carne de pavo asada y una ensalada de lechuga y tomate condimentada con la austeridad de Juan el Bautista en el desierto. No hay pan: los hidratos de carbono han pasado al Purgatorio hasta nuevo aviso. Todo está religiosamente pesado y medido en mi plato. Qué tristeza, musito mientras mastico el primer trozo de carne que me sabe a plantilla ortopédica. La fuerza de voluntad y la repulsión por el recuerdo dantesco me ayudan a continuar tragando esta comida conventual.
El día será largo y duro, mechado con pequeñas colaciones: un poco de fruta, un yogur desnatado, té verde sin azúcar. Adiós a los snacks, a los litros de coca cola, ese paraíso de azúcar, y a los happy hours alcohólicos con sus felices dos por uno antes de las nueve. Todavía tendré que sacar un poco de voluntad para ir al gimnasio y mirarme en el espejo ajeno: todos delgados y musculosos.
Para cuando me siente a cenar (otra vez algún menú desabrido), masticaré agotada las sabias palabras de Don Quijote: “Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”. Vamos a ver si recordar al bueno de Cervantes me ayuda a continuar la dieta. Al menos, hasta el martes