……..#BREVIARIO
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Casi siempre que muere un escritor querido, suelo releer alguna de sus obras a vuelo de pájaro. Supongo que es una especie de ritual privado, que buscar rendir homenaje al desaparecido. Hace ya más de medio año que murió el escritor norteamericano Edgar Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931-2015) y todavía no había encontrado ocasión de releer nada de él. Ayer por la tarde, finalmente, me puse a hojear “Homer y Langley”, uno de mis libros preferidos de su autoría.
La novela narra libremente la historia de los hermanos Collyer. Nacidos en el seno de una familia acomodada en Nueva York, los hermanos Homer y Langley devinieron célebres por sus múltiples excentricidades. Coleccionar basura, recluirse en su mansión sin aceptar visitas o elaborar complicadas trampas para repeler a los extraños fueron algunas de ellas; esta última fue la que finalmente les ocasionó la muerte. Los cadáveres de los hermanos fueron encontrados luego de que los bomberos trabajaran unas dieciocho horas quitando la basura bajo la cual estaban enterrados en su soberbia mansión de cinco pisos de la Quinta Avenida.
El inventario de objetos que se encontraron en la vivienda incluía diez pianos de cola, máquinas de escribir, máquinas de rayos X, fetos y miembros en vinagre, decenas de miles de libros y discos, un Ford-T, armado en el comedor de la casa, y alrededor de tres décadas y media de todos los periódicos publicados en la ciudad de Nueva York, entre otros.
Interior de la mansión de los hermanos Collyer
De Homer y Langley quisiera destacar los magistrales retratos trazados por Doctorow. Por una parte, el de los hermanos Collyer, en la voz de Homer que, como su homónimo griego, es un no vidente en la ficción, y el de la sociedad norteamericana de los siglos XIX-XX. Además de los sucesos históricos (la Primera y Segunda Guerras Mundiales, la Guerra de Vietnam, etc.), Doctorow da cuenta de algunos de los inventos que modificaron el estilo de nuestras vidas. Así en la novela se suceden los diferentes modelos de radio, planchas, máquinas de escribir, coches, cocinas y televisores.
La mirada de los excéntricos hermanos no está exenta de críticas a la sociedad americana. En mi ejemplar de la novela, encuentro subrayado este hilarante pasaje:
“Cuando lees o escuchas la radio, dijo, ves la escena en tu cabeza. Es lo mismo que haces tú con la vida, Homer. Perspectivas infinitas, horizontes interminables. En cambio, la pantalla del televisor lo aplana todo, comprime el mundo, y ya no digamos la cabeza de uno. Para eso, lo mismo daría coger un barco, irme al Amazonas y dejar que los jíbaros me redujesen la cabeza.
(…) ¿Y qué se hace con una cabeza reducida?
La cuelgas de un pelo junto con las otras. Minúsculas cabecitas humanas en una hilera meciéndose en la brisa.
Dios bendito.
Sí. Piensa en los americanos viendo la televisión.”
Obituario de Langley Collyer publicado en The New York Times
Cuando estaba por cerrar el libro, me topé con otro de mis subrayados: “Debemos plantar cara al mundo: no somos libres si es a costa del sufrimiento ajeno”. No me detuve a leer la escena completa y no recuerdo de qué estaban hablando los hermanos en el libro.
La frase me golpeó por entero.
Me recordó las noticias que se vienen sucediendo en los titulares de los periódicos. La Unión Europea, ese sueño de una tierra de libertad sin fronteras, se volvió una pesadilla para los miles de exiliados que buscan refugio y encuentran la muerte por mar o por tierra. Estamos ante una crisis migratoria sin precedentes, según la califican los medios, mientras nuestros políticos se señalan unos a otros sin que se haga gran cosa al respecto (Huelga decir que bastaría que cumpliesen las leyes: acoger a los refugiados, según lo prescribe el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por ejemplo).
¿Somos libres si es a costa del sufrimiento ajeno?, me pregunto. ¿Son nuestros representantes como jíbaros frente al problema de la inmigración desesperada de miles de personas? ¿Los países ricos de Europa, al igual que los excéntricos millonarios Collyer, estamos colocando trampas y barreras para evitar que “los otros” ingresen en nuestra mansión-territorio? Las palabras de Doctorow aún resuenan en mi cabeza.
Pero no era de esto último de lo que quería hablarles. O sí: era fundamentalmente de esto de lo que quería hablarles. Y de la historia de los hermanos Collyer, Homer y Langley escrita por el gran Doctorow, que como los clásicos, puede leerse de modos diversos y a la luz de circunstancias muy disímiles.