El poder nos hace construir monumentos que quiere eternos, y mientras más grande el poder, mayor el monumento. Pirámides, esfinges, coliseos, palacios e iglesias son los símbolos del paso por la tierra de enteras generaciones. En el caso del artista, no hay poder que transmitir. Solo memoria y una memoria casi aérea, cuya solidez está en la ligereza, cuya potencia está en la- amabilidad. El artista vive en la memoria de los demás porque les demuestra su cualidad humana, los confirma en ella, los hace sentirse aliviados del peso de la opresión de ese ambiguo y contradictorio estado. De entre los escombros de los desastres y sufrimientos que sólo los seres humanos pueden provocar, surge el arte como una demostración de la sustancial alteridad del ser. El arte recuerda la aspiración latina: Ad astro per asperum. Nos elevamos hacia los más altos deseos a través de las iluminaciones del artista, que, con una suerte de epifanía, nos permite entrever a cuáles excelencias hemos sido llamados. Conocimiento, consuelo y mandato, violenta revelación de la conciencia.
Los dibujos y pinturas de Magda Eunice poseen esa cualidad. Desvelamientos instantáneos, con una fuerza lírica inusitada, que nos desnudan las posibilidades del espíritu. Hay un deliberado juego de conceptos en el haber escogido sólo desnudos femeninos, en la obra de Magda Eunice, para elaborar una metáfora sencilla, directa, sin necesidad de tantas elaboraciones teóricas. La desnudez como metáfora de la poesía que revela el conocimiento, o parte de él. Las «majas» de Magda Eunice se despojan de todo artificio para mostrarse, desabrigadas, en la pureza del trazo y, cosa inusitada, con un extraordinario pudor.
La limpidez de la línea y la seguridad del dibujo, en donde un talento natural le impide el error, están al servicio de una diafanidad que parece suspenderse por encima de las superficies, emerger de ellas, quedarse flotando en ensoñaciones o desconciertos (ojos muy grandes que parecen asombrados o estupefactos, cabellos al viento como si se moviese la figura hacia ninguna parte, manos musicales que extienden dedos ahusados y ciegos). En otros, raros pero significativos casos, la mujer aparece angustiada, o triste, o descuidada de sí.
Son dibujos de cuerpos, algunos estilizados, en una aristocracia sensual y muy propia de la artista. Otros más carnales, más llenos, más cercanos al deseo. El cuerpo s deseo, la proyección de un espíritu obsesionado por el arte. Y el deseo es vida. Sin deseo no hay vida. No vivimos sin él. He aquí, pues, con sus «majas», el deseo y la vida de Magda Eunice. Sí, en la memoria nuestra, llena de afecto; más todavía, en la concreción sensual de los cuerpos que testimonian como Magda Eunice sigue viva en una obra llena del encanto, la magia y la seducción de los cuerpos que reclaman vivir para siempre, como ella vivirá, siempre.
Dante Liano.