Creo que era el año 1967 cuando conocí Menorca. No porque hubiera viajado allí, sino porque viajé en los libros, que era una forma de moverse muy económica y fantasiosa.
Estudiábamos estas cosas en los libros del franquismo terminal. El Angulo y el Azcárate eran nuestras modestas guías sobre aquellas culturas milenarias y desaparecidas, como el reclamo de otro tiempo, un tiempo extremo por antiguo. En ese nosotros que ahora no sé identificar muy bien, había una pasión recóndita y no declarada por lo extremo: el pico más alto, la sima más profunda, el cabo más occidental por donde se ponía el sol, el más oriental por donde nacía…
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