—Estoy acostumbrado a la sangre— dijo el niño tirando la basura fuera del tacho y esparciéndola por el piso. La abuela, alborotada, había iniciado un extraño ritual de saltos y exclamaciones. —¡Dios mío! ¡Dios mío! — repetía llevándose las manos a la cabeza y dando vueltas en el mismo lugar. El abuelo, recio como de costumbre dijo, —¡Basta mujer! no es nada—. Pero apenas el repasador atornillado en el dedo se le tiñó de rojo, se desplomó como un árbol talado sobre la silla.
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