Desventura

Jonah and the Whale (1621) de Pieter Lastman

Toda la ciudad está infectada por un profundo ataque de melancolía. Quizá sea que el estado de fiesta permanente que vivimos en el jardín de Occidente frente a las junglas asiáticas y africanas (palabras recientes del míster Borrell), no baste para colmar ese espacio de paz interior que todo ser humano necesita. Ese sueño de felicidad, entre tranquila y explosiva, que da sentido a nuestras emociones más íntimas.

De momento nos hemos librado, por lo menos durante 364 días, de Halloween. Ya tiene delito que para divertirnos tengamos que disfrazarnos de muertos. No sé de dónde viene esta estupidez de haber camuflado a los muertos, del respeto y devoción por nuestros seres queridos que se han adentrado en el más allá antes que nosotros, hasta convertirla en una fiesta de disfraces terroríficos, chuches y calabazas.

Una fiesta sagrada, cuyos orígenes se remontan a lo más remoto de la historia de la humanidad, una celebración nacida para consagrar el recuerdo de los nuestros y para indagar en el insoldable misterio de la muerte, convertida en una pieza más de la angustiosa rueda del consumo gratuito y superfluo.

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