Desventura

Jonah and the Whale (1621) de Pieter Lastman

Toda la ciudad está infectada por un profundo ataque de melancolía. Quizá sea que el estado de fiesta permanente que vivimos en el jardín de Occidente frente a las junglas asiáticas y africanas (palabras recientes del míster Borrell), no baste para colmar ese espacio de paz interior que todo ser humano necesita. Ese sueño de felicidad, entre tranquila y explosiva, que da sentido a nuestras emociones más íntimas.

De momento nos hemos librado, por lo menos durante 364 días, de Halloween. Ya tiene delito que para divertirnos tengamos que disfrazarnos de muertos. No sé de dónde viene esta estupidez de haber camuflado a los muertos, del respeto y devoción por nuestros seres queridos que se han adentrado en el más allá antes que nosotros, hasta convertirla en una fiesta de disfraces terroríficos, chuches y calabazas.

Una fiesta sagrada, cuyos orígenes se remontan a lo más remoto de la historia de la humanidad, una celebración nacida para consagrar el recuerdo de los nuestros y para indagar en el insoldable misterio de la muerte, convertida en una pieza más de la angustiosa rueda del consumo gratuito y superfluo.

Ya sé que soy un antiguo y que lo mío era el monacato extremo, pero, ¡ay!, loca juventud, la vida me arrastró por derroteros diversos y fortuitos hasta convertirme en el bravucón simplista, aburguesado y fiel consumidor del consumo que todos consumimos, en el que me he convertido.

No me puedo quejar porque “la tarde cayendo está” y los astros tiritarán, azules, otra vez esta noche en el firmamento, como en el poema veinte del Neruda de los poemas de amor y la canción desesperada.

No me puedo quejar porque, por lo menos de momento, no he acabado como Jahrah, esa pobre mujer de cincuenta y cuatros años en la remota Sumatra, devorada por una pitón reticulada mientras salía a buscar goma natural en esos bosques oscuros y lejanos, en los que los ofidios de costumbres crepusculares cumplen obsequiosos el raro rito de Halloween, devorando seres incautos e indefensos que viven al libre arbitrio de sus necesidades primeras.

Los lugareños, los paisanos de Jahrah, alertados por su larga ausencia salieron al bosque en su búsqueda. No la encontraron a ella, pero vieron que una enorme pitón reticulada sesteaba al abrigo de las sombras húmedas de la foresta con el abdomen terriblemente hinchado, como si en su interior albergara algo así como un ser humano. En tal trance, cual heroicos San Jorge, no les fue difícil dar caza y muerte al horrendo dragón. Con el corazón compungido, abrieron en canal a la bestia oscura y en sus entrañas apareció, vestida y todo –no sé si con zapatos o no, aunque es posible que en plena selva solo se utilicen leves chanclas- la pobre Jahrah.

Yo no sé si los indonesios conocen la historia de Jonás, pero nadie me podrá negar que ambas historias tienen remotos parecidos. Jonás salió vivito y coleando del monstruo marino porque este le permitió permanecer vivo en su seno para que, durante tres días, orase y le pidiese perdón al Dios de Israel por su imperdonable pecado de desobediencia a la voluntad divina. Teólogos y exégetas han convertido la breve historia de Jonás en un generoso gesto de la misericordia divina, anulando la propia profecía de destrucción de Nínive y dando así paso a la misteriosa redención de todos los pueblos de la tierra gracias a la labor “evangelizadora” del pueblo de Israel. Es posible que haya pruebas concluyentes de que eso nunca fue así.

Yo no sé, tampoco, y seguro que es imposible saberlo, si Jahrah invocó al cielo en su agonía. Esos bichos suelen estrangular a sus víctimas antes de engullirlas para que no les pateen el vientre desde dentro, por lo que es probable que tuviera una o dos horas de lenta agonía en las que pudo haberse acordado del Dios de Israel, o de cualquier otro. Terrible solo de pensarlo.

¿Qué celebrarán estos días de terror cosmético los familiares de Jahrah? ¿Tendrán ganas de repetir cada 365 días el ritual de una muerte que está fuera de los cauces de la lógica humana? ¿Se disfrazarán de pitones sus vecinos para dar susto al miedo? Los niños, ¿reirán entre las sombras de la selva sobre la imagen agonizante de su vecina?

Hay cosas mejores. Parece ser que, en el estado de Nevada, en los famosos E.E.U.U., existe una granja de pitones domesticadas. Miden y pesan algo menos (6 m. y 150 K.), comen pollos, conejos, aves de paso y, a veces, el brazo de un granjero desorientado. La verdad es que uno no comprende por qué celebrar Halloween un solo día al año cuando hay tantos días al año que son Halloween.Sí sé que los ángeles esperan oír nuestras voces. Nosotros, pobres de nosotros, que nos hemos quedado sin voz para dirigirnos a ellos. ¿A dónde, pues, deberíamos ahora encaminar nuestros pasos? Parece que solo el silencio habita el espacio en el que siguen los astros azules tiritando de una inmensidad cósmica que, por ahora, nos sigue siendo una enorme interrogante. Y, a pesar de ello, seguimos esforzándonos, un día más, para no acabar en el oscuro vientre de la ballena o entre las vísceras afectuosas de una pitón enamorada.

Arturo Lorenzo.
Noviembre de 2022