Hojas que daban luz de noche
Joseph Campbell
Amo la actualidad de los recuerdos y detesto la burda incertidumbre del presente. Amo con infinita fidelidad el proyecto, tantas veces revisado, de nuestros sueños. Aborrezco la torva nadería de su concreción. Detrás del caballero audaz que no conocía límites a su audacia se ha aposentado un tímido burgués al que todo disgusta y deja insatisfecho. Por eso la audacia de los recuerdos nos hace culpables.

¡Qué exagerada vida la de los adolescentes que, carentes de recuerdos, los trafican en proyectos! Porque la memoria de la infancia solo comienza a aparecer en el adulto avanzado. ¡Qué inocencia la de los inocentes, qué culpabilidad la de los culpables!
Por la extensa superficie del ayer circulan vidas que siendo nuestras no lo parecen. ¡Tanto nos hemos traicionado! El adolescente legendario lleno de promesas se convirtió en el adulto aborregado y servil que tuvo la osadía de pactar con todo. Con el trabajo, con la familia, con la compañía de seguros, con la comunidad de vecinos, con la muerte, incluso.
Frente a las ansias de rebelión y felicidad total se fue instalando el compromiso de lo cotidiano. Si un día soñó con la revolución total, al día siguiente se tuvo que enfrentar al amor amantísimo de una madre tierna y austera. Le recordó la conveniencia de vestirse de forma decente y la imperiosa necesidad de encontrar un trabajo estable y bien remunerado. Luego llegó el amor romántico que lo llena todo de dulces emociones carnales y un pasteleo innegociable con los objetos que acaban poblando una morada que siendo nuestra no lo parece.
Los hijos nos llenan de responsabilidades amorosas, educativas y económicas que nos obligan a trampear con profesores y bancos, con prestamistas y negociados de toda índole. Aquel poeta en ciernes, aquel revolucionario feroz se ha convertido, con el tiempo, en un hombre razonable y respetado que causa admiración entre propios y ajenos por su equilibrio, por su sensato buen hacer, en definitiva, por el éxito de su empresa vital.
Sobran las palabras cuando el tumulto de una conciencia insatisfecha se precipita sobre nosotros, nos arrebata el sueño, el plácido consuelo del sueño, y nos coloca frente a lo que quisimos ser y nunca nos hemos atrevido a serlo. A veces los dioses hablan en silencio con nosotros y, sin necesidad de recriminaciones extremas, nos recuerdan que aún estamos a tiempo de arrepentirnos. Nos recuerdan que, sin necesidad de renunciar a nada de lo ya adquirido, aún en el extremo de nuestra vida hay un rayo de esperanza, una posibilidad de redimirse. Sólo se necesita un poco de voluntad para explorar ese rincón del alma que dejaste en penumbra al cumplir los quince años.
Decía Flaubert que se consideraba un asesino porque a los quince años enterró al poeta que llevaba dentro. Y luego escribió “La educación sentimental” para vengarse de la realidad.
Hace años, un amigo alquiló un helicóptero en Barcelona y me llevó al lago de Bañolas donde había un jardín prohibido en el que habitaba el diablo. Entra si quieres conocer tu destino, me dijo. Recordé los versos del poeta: anhelando el destino, rehuir el destino. Al atardecer, los esbirros de Satán me recibieron con un orden ceremonioso y atento. Me condujeron a través de un bosque de hojas iluminadas hasta la boca del infierno, ante la puerta de la ciudad doliente.
Nunca he creído en los oráculos porque era una práctica más confusa que misteriosa de gente antigua. Y, además, presiento que conocer el destino es entregarse a él sin capacidad de respuesta. Es como si a uno le suprimiesen, como explican en la teogonía cristiana, el libre albedrío. Es decir, en versión manos libres, la capacidad de equivocarte.
Solo lo vi desde la puerta, pero el infierno no me resultó tan interesante como pretende hacérnoslo ver una cierta cultura del malditismo. Aún recuerdo la canción de los Rollings, “Simpatía por el diablo” en la que, que yo sepa, no aportan ni un solo beneficio a la pesadumbre del existir.
Durante un tiempo me refugié en Friburgo. Porque hace frío y sol, porque es una hermosa ciudad con abundante cerveza y un río poderoso, porque las montañas en torno conforman un horizonte cerrado y exclusivo y, sobre todo, porque una alumna portorriqueña, con sus labios de carne canela, me procuraba unos besos que todo lo curaban.
He vuelto a los orígenes, que como todo el mundo sabe, suele ser el final. Y desde esta cárcel amalgamada de éxitos y fracasos que es Madrid, me paro, como Garcilaso, a contemplar a dónde me han conducido mis pasos, mi torpe caminar y el cielo errado al que siempre reputé como el paraíso que merecía.
Bajo a comprar el pan y descubro un ramillete de vidas a punto de explotar, como promesas de una intensidad que no sabemos si se cumplirá. Vidas tan parecidas y distintas a las nuestras en pos de un destino que yo, al menos, en Bañolas no quise adelantar. Nunca me pareció una buena opción conocer el destino antes de alcanzarlo. Era como morir previamente.
Los Getas, según cuenta Heródoto, al morir uno de ellos, contentos y gozosos, lo entierran con la idea de que se ha librado de tantos males y se halla en completa bienaventuranza. En estas estaba cuando la otra noche se me apareció el ángel de los Desconsolados y me dijo: Venga, chaval, escribe, que aún te queda tiempo
Arturo Lorenzo.
Madrid, junio de 2022
Excelente apuesta literaria que asoma el gusanito de lo que nos gusta pero atrasamos para no desnudar esa atormentada idea de lanzarse a la cubeta de los sueños delirantes que, aún, están aleteando, cual gaviotas, en la mente del que se dejó de eso…pero sigue…en eso. Excelso, Arturo Lorenzo.
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