Los ángeles en guerra

Hoy ya no duermen los ángeles tan aseados como de costumbre. Han pasado toda la jornada combatiendo oleadas de réprobos y el cielo está inquieto. El cielo ha visto sus puertas zarandeadas que por milagro no han sido abatidas. Es evidente que las fuerzas del mal cada vez se organizan mejor y para combatirlas de verdad no es suficiente con creer que se goza de un orden moral superior. A la fuerza se le combate con la fuerza. A la violencia con una violencia superior.

Andaba yo por la playa, pie enjuto, cuando ante mí apareció un inmenso rosario de cadáveres de medusas. Por fortuna, algo las había matado arrojándolas sobre la arena, pero no era un espectáculo reconfortante. ¿Qué habría pasado si mi hijo hubiese decidido adentrarse en el agua cuando aún estaban vivas? Cundió la alarma y a los pocos minutos se presentaron los agentes municipales, tan perplejos ante el espectáculo como el resto de la ciudadanía que fue invadiendo la playa con el sano propósito de evaluar la dimensión del desastre.

El problema inmediato, no menor, desde luego, era el de retirar los cadáveres. Harían falta varios camiones municipales para hacer desaparecer de la vista aquellos seres gelatinosos, transparentes y rebozados en arena. Debatían los servidores públicos cuál sería el procedimiento más adecuado para librarse de aquella montaña gelatinosa y maloliente. Un avezado prócer de la política municipal adelantó que el tratamiento adecuado pasaba por los crematorios del Tanatorio provincial. Alguien apuntó que el aire sería irrespirable. Otro, que aquello era profanar a los muertos.

Una vez depositada la confianza en los servicios municipales para librar la playa de aquellos sujetos infectos, el público, renuente y confuso, parlamentaba si sería apropiado o no llevar ese día a los niños a la playa. Nadie podía asegurar que el mar estuviera libre de nuevas hordas asesinas. Pero, otra vez, los efectivos municipales acudieron al servicio de la atemorizada población: buzos expertos, hombres rana y todo el personal disponible de protección civil patrullarían la mar océana antes de que ni un solo niño pusiera un pie en el agua.

Satán, en su Pandemonium, sonreía satisfecho e imaginaba el golpe definitivo. Las medusas no son tiburones, pero cientos, miles de medusas acorralando a los niños provocarían un efecto igual o superior al de un escualo, con la ventaja de que un tiburón es relativamente fácil de avistar y las medusas prácticamente se diluyen en su medio. Satán estaba confiado. Esta vez las puertas del Empíreo no las abatirían los réprobos, sus huestes acorazadas, sino los niños. El jefe del infierno se regodeaba pensando en el estupor que su genial estrategia causaría en los cielos.

Arturo Lorenzo.
Madrid, abril de 2022