La subasta del Imperio

Quizá no muchos recuerden que, en el año del Señor del 193, la guardia pretoriana de Roma asesinó al emperador Pértinax antes de cumplir tres meses en el cargo. Todo esto tras el asesinato de su infame predecesor, Cómodo, hijo del emperador filósofo Marco Aurelio. Posiblemente sí muchos recuerden la actuación de Joachim Phoenix interpretando a Cómodo frente a un imaginario general encarnado por Rusell Crow en la película “Gladiator” (2000) de Ridley Scott. Pero esto no es más que una peli, con su fantasía y su carga de acción, emoción y pasión. Según narra Herodiano (¿180-238? De origen incierto) entre otros, el hijo de Marco Aurelio, Cómodo, murió estrangulado por un atleta bajo la atenta mirada de Leto, jefe de la guardia pretoriana, precisamente el encargado de proteger al augusto emperador. Esto del jefe del pretorio quien lo cuenta también es Santiago Posteguillo en su novela “Yo, Julia”.

JULIA DOMMA

Lo impresionante, lo realmente impresionante es lo que siguió al asesinato de Cómodo, emperador que murió sin descendencia, ni directa ni remota.

Hay que tener en cuenta que aquellos valerosos legionarios que habían formado la primera guardia pretoriana de Octavio César Augusto, con el paso de los años (casi dos siglos), las comodidades de la vida romana y la nula participación en las guerras fronterizas del Imperio, habían convertido a los teóricos defensores del emperador en una turbamulta de viciosos violentos y codiciosos que no pensaban en otra cosa que en su propio beneficio. Ya tuvieron un precedente con Domiciano un siglo antes aproximadamente. Pero en este caso el asesinato del emperador estaba propiciado por su propia brutalidad y vesania. Y, en cualquier caso, sobre la muerte de Domiciano quedan sombras sin aclarar en tanto que la muerte de Pértinax está contada por historiadores contemporáneos solventes. 

Parece que decidieron liquidar a Pértinax, a pesar de sus excelentes servicios a la patria y la actitud moderada y sensata que asumió al llegar al trono imperial, porque no les dio suficiente dinero para acallar su ambición y codicia. ¿Qué decidió la guardia pretoriana ante la ausencia de un sucesor legítimo al frente del Imperio? Subastarlo.

Es decir, no subastaron el Imperio en sí, habría sido imposible. Lo que subastaron era su propio precio. Quien más dinero ofreciese a todos y cada uno de los efectivos de la guardia pretoriana sería aclamado emperador con el apoyo de la única fuerza realmente armada que circulaba por Roma.

Pero la guardia pretoriana no calculó bien sus fuerzas, pues, aunque en un principio un senador corrupto, Juliano, enriquecido con el tráfico de falsos esclavos, sedujo a la guardia con amplios donativos y promesa de acrecentarlos, los tres ejércitos, la verdadera fuerza militar de Roma, no se mantuvieron ajenos al conflicto que suponía una auténtica humillación para la tradición y costumbres de la política romana.

Los ejércitos, en ese momento de la compra del Imperio por Juliano, eran básicamente el de Oriente, comandado por Nigro, el del Danubio comandado por Septimio Severo y el de Britannia comandado por Albino. Cada ejército se componía de tres legiones.

Nigro se autoproclamó inmediatamente emperador apoyado por sus tropas, Severo hizo lo mismo y Albino aguantó conformándose, en principio, con ser el césar o sucesor de Severo si este obtenía el Imperio.

Digamos que este es el meollo y circunstancia de la que parte Santiago Posteguillo en la penúltima entrega de su monumental historia novelada del imperio romano. En este puzzle histórico novelesco falta un ingrediente determinante: Julia Domna, la esposa siria de Septimio Severo, que es a quien Posteguillo dedica su cuarto libro, a la sazón premio Planeta 2018.

Amigos, próximos y lejanos, me habían advertido de que “Yo, Julia” era un fiasco, un libro como hecho de encargo, a años luz de la trepidante trilogía que lo precede, sin pulso ni en la guerra, ni en la intriga, ni en el amor, muy lejos del apasionante relato que había construido en torno, sobre todo, a la vida y obra de Trajano. Pero yo, por razones inconfesables que posiblemente acabaré confesando, me eché el libro a la espalda y durante sus casi setecientas páginas fui reviviendo la historia falsa de un amor, seguramente falso y de la poderosa personalidad de una seductora oriental recreada a medida de los tiempos actuales en los que la mujer escala protagonismo en la vida social de forma espectacular.

Desde luego Julia Domna era una seductora profesional según cuentan los historiadores de la época y supo reunir en torno a ella una corte ilustrada al tiempo que consiguió para sus hijos, Caracalla y Geta, el favor absoluto de Septimio que los nombró sucesores, aunque, desaparecido el padre, no encontraron mejor diversión que perseguirse a muerte.

Conocí a Julia en el otoño de 1982. Estaba convertida en piedra y custodiaba junto a su marido la entrada al museo de la antigua Cuicul, la actual Djamila, una ciudad para veteranos de guerra construida en la vieja tierra de Numidia. Su rostro gigante, su pelo recogido en ondas abultadas, precisas, su mirada eterna, sus mejillas arrasadas por el dolor del destino, la lejanía conventual del lugar, el aire triste del otoño, la soledad, la inmensa soledad sin tiempo: caí rendido y la única muestra eficiente de mi amor que pude ofrecerle fue acribillarla con los blandos disparos de mi cámara. Repetí en muchas ocasiones, en muchos viajes entre los que poco a poco fui conociendo el trágico destino que esperaba a aquella diosa oriental, la mujer más potente del Imperio a finales del S. II d.C.

Caracalla asesinó a su hermano Geta a quien le dio tiempo a correr hasta expirar en brazos de la emperatriz. Caracalla, después de asumir en solitario las riendas del imperio durante casi 15 años, cometió tal cúmulo de atrocidades que el jefe del pretorio, Macrino, lo atravesó con su espada mientras defecaba en el campo cuando se encaminaba a rendir tributo a la diosa Sin.

Julia Domna enloqueció al conocer la noticia. 

Como se ve, Posteguillo tiene materia para seguir con su repaso al Imperio. De hecho, su última obra, “Y Julia retó a los dioses”, me está esperando sobre la mesa del despacho.

Arturo Lorenzo.
Madrid, marzo de 2022