Odessa

Para mi amiga Chelo.

 Dice que siempre escribo
                                                                               páginas llenas de tristeza

Ya lo dicen los meteorólogos: la lluvia es contagiosa. Allí donde llueve un poco puede acabar lloviendo mucho.

Con la ignorancia pasa lo mismo: allí donde se sabe poco puede suceder que se acabe no sabiendo nada. Ignorándolo todo. Yo, por eso, con la pretendida guerra de Ucrania, me he puesto a cubierto. Volví a mi vieja pasión cartográfica y desplegué por el suelo del despacho cuantos mapas hallé en los arcanos de la biblioteca familiar. Pequeña cuestión sin importancia: todos eran de época soviética, por lo cual, deslindar con precisión el territorio se convertía en una ardua tarea precognitiva. Así que decidí encomendarme a los sabios.

Dice Salvador Pániker que debemos exigir a nuestra conciencia una actitud retroprogresiva. Como no sé qué quiere decir con eso exactamente, me aplico una interpretación personal que muy posiblemente iré cambiando a medida que entienda mejor a este ilustre filósofo.

En principio una conciencia progresiva parece lo normal. El ser humano aspira, casi sin darse cuenta, a una constante mejora en todos los órdenes de la vida, tanto desde el punto de vista estrictamente personal como colectivo. Parece que sobre eso no hay discusión.

Lo raro es lo retro. ¿Qué hago yo echando la vista atrás? Dándole vueltas se me ocurre pensar que este caballero tiene razón. No puede tratarse de una mirada nostálgica o complaciente hacia el pasado. Entiendo que quiere decir que hay que volver a los orígenes, a los fundamentos de nuestros principios para ser conscientes de la matriz de la que surgen nuestras ideas y de los procesos que hemos seguido para establecer nuestros criterios para navegar por el mundo. Unido esto de forma dialéctica al necesario progreso de nuestras aspiraciones y creencias seremos capaces, tal vez, de hablar y razonar con fundamento para nuestro beneficio personal y el de los que nos rodean.

Así que cuando empezaron a sonar los tambores de guerra sobre Ucrania, después de una larga parrafada con mis mapas soviéticos me pregunté: Y tú, chaval, ¿qué sabes de Ucrania antes meterte en Internet?

Me fui con el doctor Freud al sofá y lo primero que se me vino a la cabeza fue un disco (Lp) de los Bee Gees que se llama así, Odessa. Sí, ustedes me perdonen, he dicho Bee Gees, los del Fiebre del sábado noche. Pero es que hay muchos Bee Gees, bueno solo un grupo de tres hermanos que a lo largo de su dilatada carrera hicieron cosas muy diferentes. Una de ellas este disco que aparecido en 1969 lleva este título genérico. La canción estrella con la que abre el Lp se titula Odessa, una ciudad del mar Negro

Por razones importantes pero que no vienen al caso, tuve ocasión de escucharla por primera vez en el estudio fotográfico de un amigo en tan temprana época como 1970. Entonces, aunque se conociera por la radio, la música física, el disco, podía tardar varios años en llegar a España. La canción tenía, y conserva, una magia especial. 

Un largo introito musical precede a un exiguo coro, salidos ambos de la más negra profundidad del mar Negro. Impactante, por lo menos en 1970, aunque para mí también ahora.  La letra es un absoluto delirio que tiene la particularidad de no decir ni una sola palabra sobre Odessa, ni sobre Ucrania, ni sobre la Madre Rusia. Pero eso a mí, por aquel entonces, no me importaba. El asunto fue que me lancé a descubrir qué era Odessa y qué Ucrania más allá del granero de Europa.

Casi sin querer, desde aquella post adolescencia franquistona y proto revolucionaria, se me llenó la mente de ardor guerrero y por ella desfilaron escitas, sármatas, rutenos, tártaros, cosacos, Iván El Terrible, Catalina la Grande, Napoleón, Kotúzov, el Volga, el Dnièper, el Dnièster, Volgogrado, Kharkov, Sebastopol… Sebastopol siempre la utilizábamos para designar una enorme distancia: “eso está tan lejos como de aquí a Sebastopol”, decíamos, sin ser conscientes de que estaba en esa península maravillosa y amontañada de Crimea que se adentra como una avanzadilla de caballería cosaca en el antiguo Ponto Euxino. Quizá queríamos referirnos a Vladivostok, que sí está realmente lejos, junto al mar de Japón y que Akira Kurosawa nos la mostró brevemente en su extraordinaria película Derzu Uzalá(1975).

Sí, gracias a Odessa, a los Bee Gees, me lancé, de forma enfermiza, a descubrir la Santa Rusia, que por entonces nos parecía lo mismo que Ucrania o viceversa. El gran monstruo comunista, como Júpiter tonitruante, gobernaba desde el Kremlin con mano de hierro y ojivas nucleares un territorio que no tenía fin y que por el este era frontera de EEUU sobre esa delgada arista que se llama estrecho de Bering.

Me sumergí en la cultura rusa, que tiene algo o mucho de cultura ucraniana. Chéjov, Dostoyeski, Stravinsky, Tolstói, Tarkovsky, Gogol, Diáguilev, Nijinsky, Don Quijote, al que adoptaron muy pronto, Pushkin, Maiakovsky, Pasternak, Malévich, Nabokov, Kandinsky, Bulgakov… Al final llegué a una conclusión evidente: Pero si los rusos son europeos, ¿por qué nos peleamos entre nosotros si los enemigos están en otra parte?  ¿Por qué no están en la Unión Europea o en la Alianza Atlántica?

Hace muy poco vi una película, La conspiración de noviembre, (Roger Donaldson, 2014), cuyo eje temático pasa por ahí: la entrada de la Federación Rusa en la Alianza Atlántica.

Pero todo parece inútil y en vano. Parece que los cañones tienen ya asignados sus objetivos.

Nathan Altman. Retrato de Anna Ajmátova. 1915

Ya se sabe que no se fabrican armas para criar pollos. Y también que los pollos no engordan las armas. Las armas tienen vida propia que solo esperan la pulsión de un dedo experto para sembrar destrucción y muerte ante nuestros ojos atónitos, ante nuestras conciencias adormecidas, ante la inútil ferocidad de nuestras súplicas clamando piedad entre seres impíos, de esos a los que les gusta observar, sobre el plasma líquido de sus terminales, el grado de eficacia de sus instrumentos de aniquilación masiva.Una vez todos muertos resonarán en nuestros oídos aquellos versos llenos de una oscura esperanza de la gran poeta ucraniana:

Hay que matar la memoria,
Hay que petrificar el alma,
Hay que aprender de nuevo a vivir.

Anna Ajmátova (1890-1966)

Arturo Lorenzo.
Madrid, febrero de 2022