
Esa mañana cuando me miré al espejo vi a una mujer muy guapa que me sonreía. ¿Era yo? No podía creer lo que estaba viendo, me palpé y descubrí un cuerpo con formas femeninas evidentes. Un cuerpo sensual y provocador que me gustaba brutalmente. Me miré de nuevo, era realmente yo, reconocí hasta un pequeño grano que tengo en la mejilla izquierda. También tenía tetas, me acuerdo que el pediatra se burlaba de mí diciendo que tenía senos como una muchacha. Pero ahora las tenía de verdad, eran firmes y bien formadas con unos pezones rosados y apenas marcados. Y mi sexo, pensé de repente, ya no estaba, mi pene quiero decir, porque una vulva se disimulaba detrás del velo tupido del pubis. Me di cuenta entonces de que tenía también una vagina, miré mis caderas, eran anchas y marcaban una cintura fina y bien arqueada. Sí, era todo lo que había deseado siempre en mis sueños más locos, una maravillosa y espléndida mujer, hermosa y deseable.
Siempre he admirado y envidiado a las mujeres, seres más complejos, más ricos, más sensibles, dotadas de una inteligencia intuitiva que sobrepasa de lejos la simplicidad racional masculina. Evidentemente, y no soy el primero que lo dice, no hay una clara frontera entre los sexos, todos tenemos algo de femenino y de masculino, pero, en mi opinión, hay más de femenino en nuestra mejor parte. La mujer es la vida, el futuro del hombre, decía Aragon.
¿Estaba proyectado en el futuro? Empecé a darme cuenta de todas las consecuencias de esta transformación. Estaba casado con una mujer maravillosa; mi mujer, todo lo que amaba ¿iba a aceptarme como amiga, como amante? ¿Necesitaba a un hombre?
Seguía palpándome, sí, era una mujer y me deseaba cada vez más. ¿Cómo podía realizarse, materializarse este extraño onanismo? Tenía enfrente a mí la mujer más guapa del mundo, una mujer perfecta y no podría jamás poseerla. Además no podía y no querría traicionar a mi esposa. Una Dulcinea, no seré nunca más que una mujer idealizada. ¡Qué pesadilla!
En ese momento…, mi mujer me despertó.