La canción de autor española e hispanoamericana es una página irrenunciable de nuestra cultura a la que hasta ahora no le han prestado la debida atención ni los poderes públicos, ni las instituciones, ni, excepto honrosas excepciones, los investigadores privados.
En España, la España que conozco y que he podido vivir desde fuera y desde dentro, tiene moldeado el corazón no por los Reyes Católicos, ni por los heroicos Tercios de Flandes o por la gran empresa de Magallanes/Elcano circunvalando el mundo. La España actual debe la configuración de su sentimentalidad a la gran aportación cultural de los que denominamos cantautores, que han escrito los poemas que se necesitaban para dar testimonio de su tiempo, que han puesto música a poemas eternos, que por su condición de clásicos dan también testimonio de nuestro tiempo, o, simplemente, han interpretado esas melodías que hemos coreado en multitudinarios recitales o en el cubículo íntimo de nuestro automóvil mientras recorríamos tierras y paisajes camino de otros cielos.
El franquismo final vio florecer una serie de cantautores que fueron capaces, casi los únicos, en dar sentido multitudinario a las aspiraciones de libertad y democracia que se cocían en el seno de la sociedad española desde finales de los años cincuenta, y con enorme mayor amplitud en los sesenta.
Pero ellos, los cantautores que ya forman parte de eso que se ha dado en llamar población de riesgo por edad, o como el polifacético Aute, pasan directamente a mejor vida, no son más que un eslabón de una cadena musical que se remonta, como poco, a principios del S. XX y más allá.
Esto no quiere decir que musicalmente sean herederos unos de otros. Los cantautores de los años sesenta tienen más vínculos con los bardos europeos o norteamericanos de la época que con sus paisanos de la canción española, del cuplé o con los boleros y la canción popular americana. Desde Atahualpa Yupanki hasta Mercedes Sosa, desde José Alfredo Jiménez hasta Chabela Vargas, desde Miguel de Molina a Carlos Cano, por citar unos cuantos nombres, a ambas orillas del Atlántico, se despliega una pléyade de intérpretes que hacen de la canción sentimental la clave de una forma de sentir, de interpretar la vida y de librarse de las miserias de lo cotidiano. En esos largos años que van desde principios de siglo hasta los sesenta, España no va a la zaga de los autores americanos. Véase si no Canciones para después de una guerra de B. M. Patino, en la que dibujó un fresco memorable sobre el malvivir de la posguerra en la que solo las canciones ofrecían una ligera tabla de salvación, una mínima y cruda esperanza para quienes les tocó vivir una de las más crueles etapas de la historia.
Los años sesenta representan una ruptura radical con respecto a la música sentimental anterior, ruptura que podríamos poner bajo el denominador común de compromiso, con todos los matices que se quieran, en su lucha contra la dictadura. Raimon, Sisa, Paco Ibáñez, y tantos otros, dan paso a un triunvirato que lo ocupará todo hasta nuestros días: Serrat, Aute y Sabina, este algo posterior.
No me duele decir que a pesar del indiscutido imperio de Serrat a uno y otro lado del Atlántico, mi preferido fue siempre Aute, quizá por el sesgo intimista de sus canciones. Tras su clamoroso éxito con Rosas en el mar, Al alba o Aleluya, Las cuatro y diez fue algo así como descubrir que después de la dictadura, la lucha y la llegada de la democracia había algo más de vida, incluso personal.
Lo conocí en Casablanca en 1996, cuando ya el panorama musical había atravesado por el rock duro, la Movida, el fracaso de una sociedad que había aspirado a mucho más que a convertirse en un pequeño satélite del capitalismo triunfante, y cuando ya estábamos a la puerta de internet, que todo lo cambiaría para siempre.
Ni la fama ni la fortuna parecían haber pasado ni por sus manos ni por su cabeza. Era un hombre profundamente humano, si es que esto no es un contrasentido, que se interesaba tanto por las cosas grandes como por las pequeñas. Respiraba una profunda melancolía, como quien está desengañado por la mezquindad del mundo y es consciente de que nada puede hacer para remediarlo. Por decirlo de manera sencilla, aquel Luis Eduardo Aute que yo conocí estaba por completo al margen de la feria de vanidades que suele comportar el mundo de la farándula, del que el capitalismo de los medios de comunicación saca buenos dividendos por la sencilla práctica de contar vanidades de los divos.
Estaba yo por aquel entonces enganchado con un disco que había pasado desapercibido para el gran público, Templo, en el que se vale de la música sacra de Semana Santa para contar una historia de amor, dolor y erotismo radical como a él le gustaba.
– Ese disco no vale nada, tío. Le faltaban dos meses de trabajo.
– Entonces, ¿por qué lo sacaste?
– La discográfica, chico, la discográfica. O lo sacas como sea en el plazo que te han dicho o estás fuera de circuito.
Su crítica se fue extendiendo a medida que paseábamos por la Corniche sembrada de restaurantes y putiberios. Creo que comprendí la amargura del creador que experimenta en sus carnes la violencia del capital.
No estaría mal, volviendo al inicio de estas letras, que alguna universidad, o similar, fundase una cátedra a medio camino entre la sociología, la literatura y la musicología que se ocupase de historiar la contribución de la música popular a la formación y conformación de la sentimentalidad a la que ha dado origen en la sociedad española, e incluso, por lo menos en parte, en la hispanoamericana.
Al frente de esa cátedra, sin lugar a dudas, yo pondría a José Ramón Pardo, un verdadero monstruo de conocimiento y saber sobre la materia. No lo haremos, no se creará esa cátedra y cuando queramos darnos cuenta habremos perdido ya la oportunidad de comprender por qué La belleza o Pasaba por aquí, entre tantas otras, son alimento de nuestro espíritu y también, sin lugar a dudas, de una forma precisa, diferente y nueva de sentir y vivir el amor.
Arturo Lorenzo.
Madrid, Abril de 2020