Su habitación se había vuelto una celda en la que, encerrada voluntariamente para aislarse del mundo, se quedaba todo el día en la cama. Allí en esa celda se escondían la esperanza, la aceptación, la negación, allí se escondía el tiempo, el olvido imposible. Pensó en los presos, en las celdas de una cárcel; pensó en las abejas, en las celdas de la colmena, libres de salir, entrar, y salir de nuevo. Comprendió la inutilidad de seguir encerrada e incomunicada. Ahora lo tenía claro: retomaría el hilo que la conectaba con el exterior, con ese conjunto de celdas por cruzar. Cada una diferente, cada una contándole su propia historia, en un viaje en el que una celda se abre donde la otra se cierra. Celdas conectadas en paralelo, adyacentes, a veces sin puertas, para así coincidir y relacionarse con los demás. Hasta llegar, sin prisa, a las celdas oscuras de las que no hay salida.
