¡Ay, Carmena, ay, Carmena!

Todos los días se habla de lo sucio que está Madrid. Los medios de comunicación recogen a cada paso las quejas de los ciudadanos desde todos los puntos de la ciudad y por los motivos más dispares. Pero los ciudadanos (incluyo turistas y migrantes) deben saber que, si quieren tener una ciudad limpia, lo primero que hay que aprender, y hacer, es a no ensuciarla. Muchas de las quejas sobre suciedad que se reciben tienen su origen en tu vecino que con su boyante negocio de ferretería, por ejemplo, al acabar la jornada deja en la acera los restos de paquetería y embalaje de la mercancía que ha recibido durante el día, en lugar de depositarlo todo en los contenedores dispuestos para recoger los residuos a escasos 50m. Pero, ¡hombre, dirá alguno incluso de forma airada, es que los contenedores están llenos! ¡Bien hecho!, diría yo. Eso quiere decir que la mayoría de los ciudadanos sí cumple con las normas mínimas de limpieza e higiene. Otra cosa es que quizá haya pocos contenedores o que los camiones de recogida tengan que incrementar su frecuencia de paso.

Si se aumenta la frecuencia de los camiones de recogida, se dificulta la circulación rodada. Si se aumenta el número de contenedores se limitan, de forma sensible, las plazas disponibles de aparcamiento. Hay que tenerlo en cuenta, pero a este mundo de centro ciudad histórico, o vecino de la historia, no le importará mucho porque ya nos han dicho que los coches… tienen que ir desapareciendo. Y además los centros históricos suelen estar habitados por población anciana que incluso ya no dispone de coche, por turistas que vienen sin ellos o por estudiantes sin poder adquisitivo suficiente.

En cualquier caso la limpieza de una ciudad requiere de una conciencia cívica de la que no andamos sobrados y de un esfuerzo colectivo para el que no estamos entrenados ni apenas hay costumbre. Y a ese esfuerzo colectivo sólo se llega con una voluntad política indesmayable y por una pedagogía exhaustiva. Es responsabilidad de los ayuntamientos, sí, pero también de las asociaciones de vecinos que, al final del camino, son los primeros beneficiarios. Hay métodos coercitivos muy eficaces como los que ya se establecieron hace tiempo en algunas ciudades del mundo para mantener orden, higiene y limpieza. Pero sería realmente maravilloso que se pudiera llegar a un consenso ciudadano que nos permitiera ahorrar el vergonzoso trámite de la multa por arrojar colillas al suelo, por ejemplo. No digamos ya la multa que le caería a quien abandonase cuatro cajas de embalaje de su negocio en mitad de la acera esperando que la tropa de gitanos que recupera cartón pase incluso antes que el camión municipal destinado a tal efecto.

Madrid está moderadamente sucio, bastante sucio o muy sucio. Como casi todo, va por barrios. Pero, en resumen, podríamos decir que la limpieza de la ciudad es infinitamente mejorable. Pues vamos a la obra. En realidad la tarea es muy fácil. Nos ponemos todos de acuerdo y nadie tira una colilla al suelo. Ya sabemos que lo mejor sería que dejásemos de fumar. Y todavía mejor que se prohibiese la producción de tabaco. Incluso antes que la del diésel. Pero antes de que eso sea posible habría que implantar en el ciudadano la idea mayor de que una colilla sólo puede estar en su basura. Madrid es la ciudad con más papeleras del mundo. En menos de 100m puede haber 4. ¿Cuántos pasos son necesarios para dejar la colilla en su sitio? ¿O es que lo que nos gusta es ver a un barrendero a la mañana siguiente recogiendo la miseria que hemos ido abandonando detrás de nosotros? ¿Le gusta ver a los empleados municipales cómo rebañan las aceras, los bordillos de la calzada o las peanas de los árboles mientras usted sigue arrojando sus miserias al suelo? ¿Quién paga las horas de trabajo de esos esforzados de la pulcritud? ¿No es usted?

Hace ya miles de años, quizá a mediados de los ochenta del siglo pasado, mi amigo Mohtar, licenciado en literaratura hispánica por la universidad de Granada, doctorando del profesor Sola que a la sazón ejercía en la universidad de la «Corte Chica», como denominaban los españoles del S. XVIII a la ciudad de Orán, me invitó a visitar su sorprendente ciudad, capital mayor del Oeste argelino. Sentados, cómodamente sentados en una terraza del promontorio de Canastel desde donde se contempla la fortaleza de Cisneros y el conjunto de la ciudad que se precipita al mar,  disfrutábamos de una apretada y luminosa mañana de primavera reconfortados por un fresco rosado especialidad del territorio.

Ardía el mar, como nos había enseñado Pere Gimferrer, ese inmenso espacio de la tierra compuesto por agua salada, y ardía el cielo hacia el horizonte con ese azul blanquecino de los días de calima y calma. Después de empinar media botella, Mohtar se acercó a la balaustrada que nos defendía del mar, me llamó y dijo: «Mira». A nuestros pies, junto a las rocas incesantemente batidas y mugrientas se agitaba un denso arrecife de plásticos, esqueletos metálicos de todo tipo de conservas, neumáticos inmensos de tractores o camines, troncos de árboles quemados, cajas de cartón o envases plásticos que flotaban a la deriva y enormes manchas de aceite que batían la escollera al son de las olas. Cuando se retiraba el mar dejaba a la vista un abundante colector que vertía de forma incesante algo parecido a un agua de alquimista de color y densidad indefinibles.

«¿Sabes lo que nos pasa a los árabes, querido amigo? Que no sabemos qué hacer con nuestra propia mierda».

Yo supongo que casi cuarenta años después los oraneses habrán aprendido a definir su línea de costas. Lo que no me podía imaginar es que cuarenta años después ése fuese el principal problema de los madrileños: no saben qué hacer con su propia mierda.

Todos los datos en torno a este mal ciudadano están en las hemerotecas, con lo cual no es éste sitio para entrar en un repaso de citas, planes, polémicas, contratos y barullos. Lo que hay que hacer es encarar un futuro inmediato y urgente para que la limpieza deje de ser un problema para habitantes y transeúntes de la Villa y Corte.

Insisto, y soy consciente de que el Ayuntamiento lo sabe, la limpieza de una ciudad no se alcanzará nunca sin la colaboración de la ciudadanía. Y esa colaboración sólo se alcanzará a través de una pedagogía clara, constante y eficaz que los poderes públicos deben dar a conocer a través de todos los medios de comunicación a su alcance: televisiones, radios, redes sociales, asociaciones de vecinos, «buzuneo» a domicilio, agentes de proximidad…

Hace pocos meses se acaba de establecer la recogida diferenciada de residuos orgánicos. Se ha puesto un pequeño cubo marrón delante de los edificios y, al menos en mi casa, se ha pegado una triste fotocopia junto a los buzones de lo que suponemos un folleto mayor explicando las buenas prácticas para la recogida de dichos «productos». El presupuesto no debía dar para una fotocopia en cada buzón de vecino.

¡Qué miseria, Dios mío, tener que hablar de estas cosas cuando lo que queremos es leernos el  Quijote otra vez!

Yo pediría a doña Carmena – lo mismo sirve para otros municipios que sufran estos excesos- que asalte un barrio y lo tome como piloto. Olvídese de limpiar todo Madrid. Ponga un barrio a trabajar. La alianza entre ediles -que los tiene a cientos-  y las asociaciones de vecinos debería dar lugar a un compromiso público/privado por el que al cabo de 3, 6 o 12 meses, el barrio fuera un modelo de limpieza que se pudiera «exportar» al resto de los barrios de la ciudad.

Puestos a proponer, yo le diría que el barrio piloto fuera el de Ríos Rosas. Lo tiene todo: intensa vida nocturna gracias al eje de bares y restauración que han florecido en torno a la calle Ponzano, alejado, pero no mucho, del centro histórico agobiado por el turismo masivo, discretos espacios verdes, y vías rápidas y calles recoletas, pequeño y mediano comercio, población equilibrada entre antiguos y nuevos residentes, todo tipo de servicios -excepto bibliotecas públicas-, y varios establecimientos culturales muy interesantes.

Doña Manuela Carmena, usted es la última y primera responsable de la limpieza de Madrid, cierto. Pero también es la responsable de inculcar a los madrileños que la limpieza es cosa de todos.

Arturo Lorenzo.
Madrid, diciembre de 2018