He leído con mucho gusto esta novela póstuma, publicada por Anagrama, de Rafael Chirbes, también autor de “En la orilla”, novela que ya había apreciado.
A priori el tema introducido por el autor en las primeras paginas no es de los que me puedan interesar. Se trata de hacer la autopsia de una relación sentimental entre dos homosexuales de niveles sociales bastante dispares. Además uno después de la ruptura está infectado por el virus del sida.
Se empieza por el final de la relación, en un ambiente muy pesimista. Se necesita mucho ánimo para seguir leyendo, pero tengo que decir que el estilo intenso y directo de Chirbes te ayuda. Él reconstruye a pinceladas la historia de la relación, llevándonos progresivamente al entusiasmo del amor naciente y regalándonos un París que sabe mostrarse muy atractivo:
«El aire, la piedra, el cauce del Sena, nebuloso pastis disuelto en agua, el color de la ciudad de París durante semanas enteras, las fachadas gris perla, el gris de la neblina que se prolonga y envuelve el de muelles y puentes, monocromo, húmedo y obsesivo, hasta que, de pronto, el aire se fragmenta en infinidad de partículas, y los copos de nieve componen un cuadro puntillista.»
Rafael Chirbes mismo nos describe este proceso de reconstrucción positiva en algunas lineas:
«… eso que los psicólogos –no sé si también en el caso del fin de una relación sentimental– llaman el duelo, y que es la fase que precede al olvido, o a la fabricación de un recuerdo con sabor a caramelo, dulce melancolía del tiempo perdido.»
El grande realismo de esta historia, su aspecto claramente autobiográfico y su brevedad, casi la de un cuento, hace que para mi el balance sea muy positivo aunque el mundo de los gays, que acepto por supuesto completamente, no me inspira mucho, prefiero las relaciones heterosexuales.
Os dejo para concluir cambiando registro una sabrosa reflexión sobre la mujer que Chirbes pone en boca de sus protagonistas:
«–Una mujer necesita tener a alguien para quien arreglarse, ir a la peluquería, maquillarse, perfumarse. La compañía del hombre la vuelve femenina, la hace mujer: ella se entrega a alguien a quien cuidar: su hombre; alguien a quien lleva impecablemente vestido; para quien cocina y lava; cuyo vestuario mima: un hombre que lleve perfecta la ropa, bien planchada; y para quien elige el perfume que se mezcla con el olor de su piel viril. Por supuesto, va con él los domingos de paseo, a misa, a merendar en “un café. En Francia es así. Si no, ¿qué sentido tiene la vida de una mujer que se siente mujer? Y cuando el hombre la acaricia, la folla, la está llevando a la plenitud, porque ella confirma que lo ha seducido, que sus perfumes, sus maquillajes, pero también su cocina y su cuidado de la casa, y las atenciones hacia la persona, y el encanto de cuanto hace, han conseguido que el hombre caiga en la trampa femenina: la planta carnívora de la que tan difícil resulta escapar. Los españoles no entendéis estas cosas. Las mujeres de tu país, sobre todo las de la edad de mi madre, son de otra pasta. Las estrategias de seducción, la higiene y la cosmética les parecen cosas de puta. No son ellas las que retienen a los maridos a su lado, sino la costumbre, la vigilancia de los vecinos, los curas. Me lo han contado los compañeros españoles de la fábrica, me lo cuenta Jaime, aunque él salió de España muy pequeño. La pena es que mi madre ha elegido mal al hombre. Y por eso sufre.
–Michel, coño. Discúlpame –aquel día se lo podía decir, estábamos de buen humor–, pero es que tú hablas más bien de una puta retirada con su chulo. Veo en las películas, leo en las novelas o en la sección de sucesos del periódico las historias de esas mujeres saqueadas, golpeadas y despreciadas por tipos que, a continuación, les pellizcan las mejillas como si fueran sobrinitas, les tocan las tetas, las palmean en el culo, se tumban a su lado en la cama y se meten entre sus piernas, y sollozan y dicen no sé qué sería de mí sin ti, pichoncita mía, y ese ritual me parece asqueroso. Es la peor esclavitud: acudes a suplicar a la puerta de la habitación del maquereau que, después de que te da una paliza, hace como que se ha cansado de ti, y hace como que te abandona para subirte la tarifa (más exigencias económicas: mejor perfume, más camisas de seda bien planchadas, tabaco más caro y mejor loción de afeitar). Uno prefiere no pensar qué es lo que solicitan esas desgraciadas. Con qué las engancha el tipo, aparte de con el miedo. Ahí se cuece algo sin duda muy sucio. No pasa nada si uno vive solo. No se puede vivir sin agua, o sin aire, pero se puede vivir sin compañía. Una mujer puede vestirse y maquillarse sin necesidad de tener un espectador en exclusiva: la calle, el baile, el cine, el café y la iglesia son estupendos teatros repletos de espectadores, y más aquí en Francia, donde la mujer goza de libertad; y desde luego sigue siendo muy mujer aunque no soporte a un marido ni le planche la ropa interior ni le compre el perfume que combina con su sudor.»
Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949 – 2015). Es autor de las novelas Mimoun, En la lucha final, La buena letra, Los disparos del cazador, La larga marcha, La caída de Madrid (Premio de la Crítica Valenciana), Los viejos amigos (Premio Cálamo), Crematorio (Premio de la Crítica, Premio de la Crítica Valenciana, Premio Cálamo, Premio Dulce Chacón y con una adaptación televisiva de gran éxito), y En la orilla (Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio de la Crítica Valenciana, Premio Francisco Umbral, Premio ICON al Pensamiento), que fue seleccionada como mejor novela española del año por los suplementos culturales de El Mundo, El País y ABC, entre otros. También es autor de El novelista perplejo, El viajero sedentario, Mediterráneos y Por cuenta propia.
Foto © Philippe Matsas-OPALE