Me desperté esta mañana muy temprano. La verdad es que había dormido poco. Una noche difícil en la que los sueños abundaban. No encontraba el laberinto de Borges.
La versión pdf, o sea la cabeza de un animal raro que había creado para intentar organizar los textos, los escritos y los apuntes de los talleres de escritura creativa había desaparecido. Lo había hecho delante de mis narices, y ningún buscador podía volver a encontrarlo.
Mi sistema está compuesto por carpetas situadas en el «cloud», la nube, un género de laberinto también, una muchedumbre de enlaces que liga espacios digitales hundido en un mar de «servidores» distribuidos por el mundo, en lugares desérticos y fríos.
Por ejemplo el laberinto de Borges, lo había encontrado en internet en una página que calificaría de esotérica, quizás llena de virus malignos, había seleccionado y copiado el texto y lo había pegado en una página de Page, la herramienta de escritura de la Apple. Esta página la había salvado en una carpeta llamada “laberinto”. Después la había convertido al formado PDF para clasificarla en una carpeta homónima de mi lector de libros digitales, iBook. Todo eso estaba en la nube, obviamente.
Lo intenté 6 veces, cada vez que lo hacía la página desaparecía. Me fui a la cama con mi laberinto volador perdido en la nube. Quizás consiga encontrarlo con la ayuda de mis sueños borgesianos. «La noche te trae consejos», decimos en francés, pero en este caso, nada. Intenté por enésima vez convertir el laberinto de Page al lector iBook, veía como procesaba el convertidor, después aparecía por un instante la pagina en PDF, e, inmediatamente desaparecía.
¿Era Borges? ¿Era el realismo mágico? No me lo podía creer. Está bien en literatura y también en pintura, me gusta muchísimo Magritte, mi connacional, pero que pueda ocurrir en mi vida, en mi ordenador… me parecía imposible. Tenía un virus, o quizás estaba escondido en la página internet un poco rara de la que había copiado el texto de Borges. Tenía que hacer todo de nuevo, buscar otra página y recrear un nuevo documento. Pero no la encontré, y el tiempo pasaba, tenía que ir al taller.
Estaba a punto de tirar la toalla (algo que mi carácter no suele aceptar) cuando de repente lo entendí. Había dejado en el seleccionador de página la palabra labirinto, del francés, mi idioma, labyrinthe, un error lexical casi borgesiano, este hombre nutrido de cultura etimológica. La cambié y enseguida aparecieron los siete laberintos voladores.