Frente al pelotón de fusilamiento

Vale 2015 grande.

……..#BREVIARIO

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Vale Correa Fiz


Fortaleza de San Pedro y San Pablo, Rusia, 22 de diciembre de 1849, hace frío. Imaginen esta escena: hay varios condenados a muerte con los ojos vendados frente un pelotón de fusilamiento a las órdenes del zar Nicolás I. Antes de vendarles los ojos, los prisioneros tuvieron oportunidad de ver apilados en un carro los ataúdes en los que meterían sus propios cadáveres. Uno de ellos, un joven de 24 años, aprieta las mandíbulas, alcanza a murmurar: «No me puedo creer que me vayan a fusilar». Cuando el pelotón está por recibir la orden de fuego, aparece un jinete desesperado. Oigan los cascos del caballo a la carrera. El jinete trae en sus manos una orden de indulto del zar. Esta escena, que parece sacada de una novela, le sucedió de verdad al entonces joven escritor, Fiodor Dostoievski.

Fortaleza de San Pedro y San Pablo, Grabado de B. Pokrovsky de 1849

El jinete anunciará que el zar ha conmutado su pena de muerte por cinco años de trabajos forzados en Omsk, Siberia. Dostoievski, preso de la tensión sufrida, caerá al suelo con un ataque de epilepsia.

Con Dostoievski habrían muerto fusilados el joven Raskolnikov de Crimen y castigo; el príncipe Myshkin de El idiota, todos los hermanos Karamazov y cientos de personajes más que aún estaban por salir de su atormentada pluma. Como dice Nieves Conconstrina en Menudas historias de la Historia: A ellos también los indultó el zar Nicolás I, pero fue sin querer.

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Ahora nos trasladaremos a la provincia de La Rioja, Argentina, corre el año 1976. Un día después de producirse el golpe de estado, el 25 de marzo, el escritor, periodista, plomero y violinista –no es fácil sobrevivir en Sudamérica– Daniel Moyano es detenido en su casa. Imaginen la violencia, el miedo. El escritor lo cuenta así: «Quedé incapaz de reaccionar porque eso era insólito. Me llevaron de casa al cuartel, en silencio. Estaba cerca. Al cuartel entré a los empujones. En un salón enorme estaba media La Rioja de pie, contra la pared (no nos dejaban sentar), con un colchón al lado. (…) Me enteré de que mis libros los secuestraron de la librería Riojana y los quemaron en el cuartel, junto con los de Cortázar y Neruda. Qué honor. Bajé siete kilos en doce días». Una de esas noches, a Moyano también se lo llevarán frente a un paredón de fusilamiento, le vendarán los ojos bien fuerte, le harán, quizá, decir sus últimas palabras. Alguien dirá: «Preparen», y él temblará. «Apunten», y comenzará a llorar de miedo. Y luego vendrá el «Fuego». Ahora Moyano no debería oír nada más, pero seguirá oyendo: las risas, las burlas de los soldados, los insultos, la voz del General que dice:
–Maricones, lloren, maricones.
Los prisioneros humillados, de rodillas, agradecerán con los ojos mojados de pánico que siguen con vida.

Los simulacros de fusilamiento eran una de las tantas torturas, físicas y psíquicas, que los militares argentinos aplicaban a diario a los presos detenidos ilegalmente. Afortunadamente Daniel Moyano no murió en manos de la dictadura, fue liberado unas semanas más tarde. El 24 de mayo de 1976, tomará el ‘Cristóforo Colombo’, y el 8 de junio comenzará su exilio en Barcelona. Su no fusilamiento dio nacimiento a toda una producción literaria vinculada con el exilio, el destierro. En su novela Libro de navíos y borrascas escribe: «Somos de origen poco claro. Gente sin lugar fijo que va y viene. Cuando nos corren de un lugar nos vamos para el otro, y así andamos desde que cruzamos el estrecho de Bering como dicen. No somos de ninguna parte (…)».

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Ahora estamos en Colombia, junto al joven escritor Gabriel García Márquez, en una habitación pobre y mal ventilada. Escribe: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Así comienza la más famosa de sus novelas, Cien años de soledad. Pero el Coronel Aureliano Buendía, que promovió treinta y dos guerras civiles y las perdió todas, y escapó a catorce atentados, setenta y tres emboscadas y a una dosis de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo, tampoco murió frente a un pelotón de fusilamiento.

Morirá de pie, contra el tronco de un castaño.

Pero antes de que acaezca su muerte, la novela nos desplegará un sinfín de personajes inolvidables, incestuosos, deformes, bellos, locos, santos, pero sobre todo solos, muy solos en una Macondo, que emula el paisaje desaforado de toda América Latina. Y transcurrirán cientos de historias y muchas muertes, pero el Coronel Aureliano seguirá con vida. Imaginen ahora que, un buen día, García Márquez se dice: hoy toca matarlo y, no exento de tristeza, escribe: «Entonces (el Coronel Aureliano Buendía) fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño».

Se dice que cuando el escritor colombiano terminó de escribir esta escena abandonó la habitación donde trabajaba arrasado en lágrimas. Imaginen ahora a su mujer, Mercedes, que lo ve venir con los ojos húmedos. Pregunta:
–¿Ya lo has matado? –Quizá se acerque y lo abrace.
–Ahora sí –responderá García Márquez, muerto de pena–, el Coronel Aureliano Buendía está bien muerto.

Gabriel García Márquez y su mujer Mercedes Barcha Gabriel García Márquez y su mujer Mercedes Barcha

Más tarde el escritor será famoso y rico, le darán el Nobel de Literatura, será amado por todos, envidiado por unos cuantos. Pero ahora es solo un hombre, muerto de pena en los brazos de su esposa porque ha matado a uno de sus más queridos personajes. Sin balas, a cara descubierta, con su pluma.

Imaginen la luz de Colombia de esa tarde, la brisa que llega de la costa, el olor de la sal el día de la muerte del Coronel Buendía.

Imaginen el joven matrimonio abrazado.

Imaginen esa pena.