
En una tarde quieta de antaño me vi sorprendido por los recuerdos. Yo era tan pequeño que es difícil imaginar que un ser minúsculo, que apenas empezaba a saborear la vida, fuese capaz de tener recuerdos. Así que el recuerdo quizá es de hoy, haciéndose uno a la idea de sí mismo en tan lejana presencia.
Mi abuela cocinaba, en su isla de carbón y placas de hierro frío, un puchero de esos simples y felices con los que se acomodaba toda la familia en torno a una mesa en la que jamás se oyó una queja.
Ahora que todo ha cambiado tanto y cuando nadie echará de menos el hogar de carbón, acabo de entender cuán positiva e inútilmente ha mejorado nuestra vida. La abuela, a quien nadie prestaba atención, excepto el minúsculo infante que yo era, en realidad ejercía de cuarto de máquinas, gracias al cual vivían sin agobio cotidiano las seis u ocho personas que conformábamos el núcleo familiar.
Leer más