Guerra interior

Ludmila Pavlichenko

Bajo el cielo de Moscú flota una fina capa de fósforo antiguo que ilumina el averiado corazón de quienes maldicen de una guerra que, no siendo suya, se les ha metido en casa a través de ese metro imperial y soviético que antepasados recientes construyeron para dar envidia a los trabajadores del mundo libre.

Para quienes hemos llegado, traspasado o a punto de hacerlo, al umbral de los setenta años, haber vivido sin guerras parece un golpe de fortuna que, de puro raro, se nos convierte en una interrogante moral. ¿Para qué sirve una guerra?

No es solamente moral. Alcanza todos los órdenes: sociales, económicos, educativos, culturales, pero, sobre todo, se convierte en una cuestión de conocimiento, en el más puro sentido socrático, elevada a conocimiento colectivo. Conócete a ti mismo, sí, vale, pero ¿para qué? ¿Para enviar mis blindados a la frontera del país vecino?

Nuestra generación ha vivido guerras de periódico. Mejor aún, de noticiario televisivo. La radio y la prensa dejaron paso, a partir de los sesenta del siglo XX, al poder inmediato de imágenes y comentarios que nos llegaban desde distintos frentes mientras comíamos la sopa de cocido en familia, atónitos, al ver que, mientras nosotros nos relamíamos con los fideos de la abuela, en Pnom Peng descerrajaban un tiro en la sien de un policía traidor, corrupto o, simplemente, enemigo de lo que el que disparaba era amigo. 

La guerra siempre parece una equivocación, pero su reiterada presencia en la historia nos obliga a pensar qué hay más allá de la ruptura de hostilidades, qué las provoca, qué consecuencias tiene, no sólo para los actores sino para el orden internacional en general.

Nuestra generación nació en una cómoda paz provocada por el horror de dos guerras mundiales seguidas a las que se unía el dolor inaudito de la guerra civil española, en la que nuestros padres y abuelos habían decidido machacarse por cosas que aún muchos no comprendemos, aunque sepamos, a ciencia cierta, que la desigualdad social y económica está en la base de toda indignación, revuelta o revolución.

Tirando de memoria, que no de hemeroteca, creo recordar que la primera imagen que conservo de un hecho de guerra –guerra real, no las de cine bélico tan frecuente en aquellos tiempos- se trata de un jeep en llamas del ejército británico, en el Ulster, en cuyo parabrisas se había estampado medio cerebro de un soldado. Soldado que le había cambiado la guardia a su compañero para que pudiera encontrarse con su novia. Sería julio del 66 o 67 y estábamos comiendo una paella frente al televisor. Por aquel entonces, en vez de entonar el Ángelus y dar gracias al Señor por los alimentos que íbamos a recibir, la modernidad nos condujo a ver las noticias mientras comíamos en familia. Creo que eso ya no es así. Pero en aquel momento el IRA entró en mi vida. Luego sería ETA.

La guerra de Corea me pillaba demasiado lejos, demasiado niño. Solo la crisis de los misiles en Cuba y la invasión de Bahía Cochinos o el asesinato de Kennedy estaban inscritos en la base documental de mi cerebro. Con trece o catorce años. La independencia de Argelia, a pesar del importante papel logístico que representó España para el movimiento revolucionario, pasó casi inadvertida para la sociedad española, adormecida por la atildada dictadura de Franco. Al poco se erigieron en cabecera de titulares un rosario de conflictos.

El Vietnam de Ho Chi Ming no acababa nunca, el enfrentamiento entre judíos y palestinos inició una escalada que aún está muy lejos de ver su final, las dictaduras de América Latina ocupaban los titulares todos los días, las FARC, los tupamaros, Noriega, el Cuerno de África, Las Malvinas, hutus y tutsis devorándose, China con Tibet y uigures, Imelda Marcos, Yugoslavia, Iraq… y ahora Ucrania.

Un recuento científico de los conflictos armados durante estos cuarenta o cincuenta últimos años sería infinito. Pero para la sociedad española, y europea en general, eran conflictos, como acertó a decir nuestro presidente del gobierno de entonces, Leopoldo Calvo Sotelo, distantes y distintos.

Nuestra generación ha vivido sin guerras en casa y esto es lo que nos interpela. ¿Para qué sirve una guerra? ¿No hay posibilidad alguna de pacto antes de iniciar las hostilidades? ¿La humanidad no ha aprendido nada a lo largo de su cruenta historia?

Estaba en estas menudencias cuando cayó en mis manos un artículo publicado en el periódico “El Mundo” de Madrid (España, por si alguno no localiza el poblachón manchego en el que se atrevió a morir Cervantes).

Se trata de una entrevista a Azaz Cudí, kurdo iraní, de profesión, francotirador. Además de escritor, porque acaba de publicar sus memorias   profesionales y vitales bajo el sobrecogedor título de “Largo alcance”. Efectivamente, como él mismo explica con detalle, se puede acabar con la vida de una persona en 1,9 segundos a más de 1.500 m. Aunque duda en la cifra final de abatidos a lo largo de su carrera, los calcula en aproximadamente 250. No está mal, aunque nada que ver con aquel Iván Mihailovich Sidorenko. El soldado soviético que abatió a 500 nazis y que el lema de la escuela de francotiradores que fundó rezaba así de claro: “Un disparo, un muerto”.

Uno se pregunta qué tripas y corazón hay que tener para saber contar los muertos que vas dejando por el camino. Eran personas antes de conocer tu certero disparo, y seguro que ellos también habrían matado a otros. Nos hemos acostumbrado tanto a la guerra que parece normal que un artillero dispare sobre el enclave que le indican. Él no sabrá nunca el daño concreto que ha causado. Y en esa ignorancia del daño uno se consuela porque su función no es otra que la derivada de la lógica de la guerra.

Entre todos los francotiradores famosos hay una mujer que destaca, Ludmila Pavlichenko, ucraniana.  Dejó sobre el campo de batalla 309 cadáveres del ejército nazi que se aventuró alocadamente por territorio de la Santa Rusia, soviética entonces. Se convirtió en héroe nacional, heroína, claro. Hasta tal punto que en 2015 el nuevo cine ruso le dedicó una película, “La batalla por Sebastopol”. Película correcta, decente y muy lejos del oropel hollywoodiense.

Ninguna crítica lo menciona, pero hay una escena conmovedora. El ejército nazi envía a su mejor francotirador para que la liquide hasta que se enfrentan en un tú a tú rifle en mano. Ludmila apunta. Repite el mantra: un hombre, un muerto. Se acomoda a la par que su oponente. Toma aire, para el corazón, aguanta seis segundos y dispara.

Se acerca a ver el cadáver de su supuesto asesino. Una certera bala en el cráneo. Hurga en los bolsillos y encuentra una cartera. La abre y una foto le revela la imagen de la familia del francotirador: una mujer y dos hijos. Como casi todos, como cualquiera. Ludmila no transmite ningún sentimiento. Con una hábil elipsis el director (Sergeiy Mokritskiy) deja al espectador que juzgue por su cuenta. Sobre Ludmila, sobre su propio corazón, sobre la guerra…

Arturo Lorenzo.
Madrid, enero de 2023