A Sofía, que de esto sabe mucho
Escribo desde un estado de rabia y furor que desconocía tuviera en mí, pero los últimos datos me alarman hasta extremos insospechados.
Parto de una premisa que previsiblemente nadie compartirá. La premisa es lo siguiente: el niño que a los cuatro o cinco años no ayuda a recoger la mesa familiar donde ha comido, a los veinticinco no se sabrá hacer un huevo frito ni calentar una pizza en el horno. Es decir, será una unidad de producción cero cuando se necesita la aportación de todos y cada uno de los miembros de la comunidad familiar para llevar una vida decente. Ya se sabe que en todas las culturas del mundo la célula familiar, que cada civilización la ha interpretado a su manera, era la base económica del sustento y desarrollo social.
Bien. Solo en un fin de semana cualquiera, en Madrid, una ciudad como otra cualquiera, la policía ha desactivado 240 fiestas ilegales en pisos y locales en plena pandemia. Las fiestas están, mayoritariamente compuestas por jóvenes a los que parece que la pandemia no les asusta. Seguramente a los cinco años no ayudaron a recoger la mesa familiar. Esto es lo que se les reprocha a los jóvenes, con mayor o menor acritud, desde distintas instancias sociales.

Han pasado semanas, creo que meses, desde que escribí estas líneas anteriores. Y me temo que no estamos mejor, sino mucho peor, porque el cansancio es una funesta secuela de la guerra, de esta guerra no declarada del virus, como son todas las guerras que duran años por encima de nuestras vidas, y que consiguen hacer que tengamos que aceptar que los años de guerra han sido siempre años perdidos. ¿Qué pensarán los sirios o los afganos tras infinitos años de guerra? ¿Qué pensaron los adolescentes europeos durante los cinco años de la segunda guerra mundial (¿mundial?) que se llevó por delante 45 (45 o 70, según las fuentes) millones de vidas? No quiero imaginarlo.
Entre todos los seres con los que hablo, el que siempre va conmigo es el que mayor razón tiene. ¿Cuál es en el fondo la raíz del problema?, me pregunta. Pues parece que no es otra que la nula capacidad que tiene el Estado para imponer unas normas a su población acostumbrada ya, después de tantos años de bienestar, a no seguir otra regla que la del capricho permanente.
Ahora, en esta trinchera encendida del medio verano, cuando todos habíamos pensado librarnos de esta terca pesadilla, una demoledora quinta ola viene no solo a frustrar la necesidad de descanso psicológico, sino, sobre todo, a abrir de nuevo las interrogantes por la responsabilidad de lo que está pasando. Los políticos no son responsables de la aparición del virus, cierto, pero sí lo son de la mala gestión de la pandemia por haberse empeñado en politizar la salud pública. ¿Somos los ciudadanos responsables de la propagación incontrolada del virus? Indudablemente, pero en mucha menor medida, ya que no hemos hecho más que seguir, la inmensa mayoría, la doctrina recibida, en muchos casos, de forma ejemplar. ¿Son responsables los ancianos que cayeron como chinches en las residencias durante la primera ola de sus propias muertes? Creo que la pregunta habría que formulársela a los fondos buitre que reinan y gobiernan en el sector apoyados por honorables políticos.
Y, por último, ¿son responsables los jóvenes de esta quinta ola que les afecta directamente a ellos? Claro que son responsables, pero en menor medida. Ni una sola administración, ni una institución privada, ni una corporación público/privada, que yo sepa, ha sido capaz de prever que tras el fin del curso escolar, la llegada del verano y la precipitada desescalada con mascarillas al viento iba a propiciar, era el caldo de cultivo perfecto, que se desatase una quinta ola con variante delta. Y ello les ha sumido en el terror del sinsentido general que tienen todas las guerras. Porque, digan lo que digan los demás, esto es una guerra. Y me atrevo a pensar que es, en verdad, la primera gran guerra mundial en la que están implicados siete mil millones de personas.
¿Cómo pasar página y olvidar esta infecta pesadilla que nos atenaza desde hace ya año y medio? Pienso en lo que sentiría el pueblo ruso cuando la maquinaría de guerra nazi se les venía encima con millones de muertos y cientos de miles de prisioneros. ¿Cómo frenar el ansia de los jóvenes por volver a abrazar a sus amigos y encontrarse en medio de playas y campos para tomarse unas cervezas juntos y bailar al son de la luna de S. Juan?
España ya no es los 200.000 bares que la conforman. España es el estado de botellón permanente, la peor coreografía posible en un estado de guerra en el que, sin explotar, las bombas causan víctimas no solo físicas, sino, sobre todo, psicológicas. ¿Quién aguanta otro año más de pandemia?
Por supuesto no tengo la barita mágica que se necesitaría para dar soluciones a esta cruda realidad. Pero ¿que nadie haya previsto lo que iba a pasar al liberar las restricciones de movilidad? Parece imperdonable y lo fácil es decir que los chicos se van de botellón y por eso se contagian.
Nadie, que yo sepa, repito, ha propuesto que tras la finalización del curso escolar habría que haber programado actividades, controladas sanitariamente, en las que interesar a los jóvenes para alejarlos de esas multitudes adocenadas que además se están convirtiendo en violentas.
¿Qué tal si programamos unos cuantos laboratorios de verano? En un principio no tendrían por qué ser más que laboratorios de ideas. No se necesitaría mucha tecnología aparte de la ya existente. Sí animadores y profesores inteligentes, motivados y preparados. ¿De dónde los sacaríamos?
Laboratorios de ideas sobre la actualidad, sobre lo que está pasando, sobre el cambio climático, sobre el capitalismo, sobre relaciones internacionales, sobre… Cada escuela, cada universidad, cada ayuntamiento, cada institución con proyección social, en cada barrio, en cada esquina, podrían haber ideado, con apoyo de las administraciones públicas, un plan de choque para encauzar las ansias de vida tras tantas y tan largas restricciones.
Mira, chaval, me dice el hombre que siempre va conmigo, se puede ser ingenuo, pero lo tuyo es propio de una utopía insana. ¿Qué crees? ¿Qué con tus laboratorios evitarías el botellón a la una de la madrugada? Detrás del botellón está la necesidad de amarse, de tocarse, de juntarse, de perderse y de encontrarse. En las guerras convencionales, por muchas bombas que lanzase el enemigo siempre había la posibilidad de amarse entre los escombros. En esta guerra el enemigo eres tú mismo a quien yo deseo amar y poseer. ¿Cómo lo resuelves?
Otra vez me toca esta noche ir a dormir sin tener nada resuelto.
Arturo Lorenzo.
Madrid. Escrito a lo largo del verano de 2021, en plena pandemia.