Por fin, Luz María se había decido. Había comprado un pasaje a Italia. Un vuelo largo, pero merecía la pena y, sobre todo, tenía ganas de encontrar a su novio que se había trasladado a Milán. A pesar de sus 25 años era la primera vez que viajaba sola al extranjero. Le habían asegurado que alguien vendría a recogerla a Malpensa. Un coche estaría esperándola. Llegó al aeropuerto internacional, realizó la facturación de su equipaje, una maleta y otro maletín que un amigo le había entregado para que se lo llevara a Carlos. El amigo le había dicho: «Contiene regalitos que le ayudarán a enfrentar la añoranza del hogar». Retiró su tarjeta de embarque y subió al avión sentándose en el asiento de ventanilla. El miedo a volar le hacía imaginar que algo irreparable iba a suceder y cuando el avión, envuelto por las nubes, perdió altura con bruscos espasmos, con el ala derecha inclinándose, sintió un vacío en el estómago. pensó en la agonía de los que mueren en el interior de un avión, en morir fuera del mundo en mitad de la nada y luego en los cuerpos quebrados en el suelo. Siempre había pensado que los aviones eran trampas para los seres humanos. Por supuesto nunca imaginaría que le esperaba una trampa diferente. Llegó a Milán en una fría noche de invierno. Acababa de recoger su maleta y el maletín de la cinta de equipaje cuando dos hombres uniformados la detuvieron. Revisaron el maletín encontrando allí 200 esmeraldas de diferentes tamaños y tonalidades. La acusaron de traficar con piedras preciosas y la trasladaron a una celda a la espera del interrogatorio. Allí abandonada, asustada, tiritando de frío, se acordó de esos animalitos aterciopelados de pequeño tamaño, con grandes uñas y unos pequeños ojos, atrapados en las trampas que el abuelo ponía en la huerta. Se acordó de cómo intentaba llegar antes que el abuelo para liberarlos. Como ellos, sin darse cuenta, había caído en una trampa y ahora sólo tenía que esperar a ver lo que iba a suceder, a que alguien viniera, un salvador o tal vez un verdugo.
