Crónica de la muerte en San Basilio de Palenque

“LA MUERTE CANTA, TOCA Y BAILA”

Cuando en San Basilio de Palenque se avizora en los cielos el pájaro Kajambá, es señal de que la muerte se aproxima. Tan pronto la sabiduría local, identifica lo inaplazable del destino, de inmediato se activan las alarmas. En forma veloz se difunde la noticia y se moviliza la población. Desde ese momento, se entreteje una red de comunicación y desde lugares a veces remotos, muy pronto van llegando familiares y amigos y se desencadena en colectivo la solidaridad comunitaria.

La Agonía.

La agonía es la ocasión para dedicarse al enfermo grave y rodearlo con afecto. Le suministran sus alimentos preferidos, le cuchichean historias y turnándose día y noche, le hacen guardia a María Lucrecia, la muerte, para que no se lleve al alma del agónico. “Las miradas de todos los presentes no permiten que ella entre. Está ahí entrelazada, pero nadie logra verla. Se siente. Todos saben que el último que se rinda y cierre los ojos, le dará la oportunidad a María Lucrecia para que entre con un gancho y lo meta por la nuca del agonizante y se lo lleve” afirma Basilio Pérez, tatarabuelo y patriarca en San Basilio de Palenque.

María Lucrecia.

María Lucrecia es la Muerte vestida de mujer. Todos coinciden en afirmar que siempre anda con un gancho en la mano, pendiente de robar las Almas y llevarlas al “más allá”. Dolores Salinas la segunda cantaora del Lubalú, ritual funerario, entrecierra sus ojos y con la sabiduría que le otorgan sus largos años. Corrobora su existencia: “cuando viene a donde está un grave, le ofrecen comida. Pero el día que ellos no quieren comer nada, se agravan y mueren. María Lucrecia es una mujer alta canillona. La costilla la tiene pegada. Mi abuelita me decía que era una mujer larga, que jalaba a la gente con un gancho que golpeaba en el suelo”. Guillermo Valencia Hernández, investigador y músico reitera: “los viejos dicen que es la encargada del proceso transitorio entre la vida y la muerte y de llevar las almas a un sitio del más allá”. Contradiciendo estas afirmaciones, Evaristo Torres, el Palenquero más anciano del pueblo con 98 años y a quien María Lucrecia no ha podido robarle el alma, se rebela ante la imposibilidad de encontrársela. “A María Lucrecia no la he visto nunca. Ningún nacido vivo puede decir que la ha visto. ¿Acaso usted la vio?”. Se apresura a preguntar con voz firme. Y agrega: “yo estoy tranquilo. Algunas veces me tomo mis rones y bailo. Todos morimos. Hasta Jesucristo murió. Yo he visto mucha gente morir. Para esta temporada mía, todos han muerto. Todavìa me siento muy bien de salud. Yo solo creo en Dios”.

El Lumbalú.

El ritual de la muerte o “baile e muerto” domina las ceremonias fúnebres y lo lideran las “cantaoras”. Durante nueve días seguidos, mañana, tarde, noche y madrugada, estas mujeres acompañan el alma del difunto en su buen morir, al mundo del más allá. En un canto responsorial que evoca la memoria del fallecido, una entona los versos, los demás responden o hacen coros lastimeros para que el alma pueda descansar y estar tranquila. Según Valencia Hernández, “solamente en el Lumbalú es donde se escuchan los cantos en la lengua Palanquera. En ninguna otra parte se escuchan estos cantos que no tienen traducción al castellano. Son elementos lingüísticos, retazos del español del siglo VII, vocablos de origen portugués, el kikongo y kimbungo del África Occidental. Los viejos de antes no sabían leer ni escribir, todo esto se lo saben de memoria y por eso lo llaman secretos, porque están guardados en la mente y no se escriben”.

La casa donde se lleva a cabo el novenario se transforma. Llega la rezandera y empieza la danza con el golpe del tambor y el llanto, que acompañan el alma y les avisa a las otras almas que alguien va para allá.

El lugar sagrado lo conforma un altar que construyen en el centro, iluminado con cirios y veladoras donde casi siempre colocan un Cristo y la imagen del sagrado corazón de Jesús. A su alrededor rezan, cantan y bailan, mientras los familiares cuidan vigilantes del difunto y del ataúd. Otros llegan a enviar mensajes a las almas que ya se fueron. Un espacio semisagrado es la cocina, donde las mujeres preparan los alimentos propios de la región y jovencitas y jovencitos adolecentes ayudan repartiéndolos. Se mata una novilla y se cocina para todos en “caldearos”. La zona profana la constituyen el grupo de compadres, amigos, familiares, músicos y cantaoras. Entre todos aportan trabajo, materiales, dinero, comida y licor. Mientras unos descansan, otros juegan dominó o cuentan relatos de leyendas mitológicas, chistes de doble sentido e historias cotidianas. En el último día de novenario, a las doce de la noche, se oye el “leko”, un canto muy conmovedor y se trasladan a la calle. El grupo de amigos del difunto con quienes creció desde la infancia dirige una marcha al son del canto. Las mujeres danzan simulando recoger maíz y los hombres, sembrando arroz. Y recorren por el pueblo los lugares que la persona muerta acostumbraba a visitar.

El entierro.

El entierro inicia cuando los parientes sacan al difunto de la casa donde fue velado. La procesión es guiada por un hombre que carga una cruz y no se puede mirar atrás en ningún momento. Sòlo se detienen unos segundos al pasar frente a la Iglesia y siguen hasta sepultarlo en el cementerio. Al visitar el camposanto de Palenque, se dificulta avanzar en medio de los matorrales. Los nombres en las tumbas de personajes como Batata, considerado uno de los mejores tamboreros del mundo, o Simancongo, el rey de la marímbula y otros tantos, ya están borrados. “El hombre Palanquero no le da mucha importancia al cementerio, porque para ellos lo verdaderamente importante es el espíritu. Cuando el espíritu se va, los restos no importan…” afirma el investigador Valencia.
Por este culto al espíritu, al aproximarse la hora final y en medio de siglos de olvido estatal, a pesar de estar a tan sólo 50 minutos de Cartagena de Indias, cuando el pájaro Kajambá anuncia la llegada de María Lucrecia, el trepidar de las tamboras pregona al universo entero que la cita es ya, en San Basilio de Palenque.


Olmo Guillermo Liévano