Los microrrelatos del Tapañol


Tema: EN EL TRANVÍA


1. RACIMOS HUMANOS de Olmo Guillermo Liévano

El bus hierve repleto de gente, canastos, animales. Una canción arrabalera con voz chillona en la radio a todo volumen inunda el ambiente. Los pasajeros gritan al mismo tiempo.
Tan pronto él se sube, vestido no de militar sino de paisano, observa el interior del bus y al instante quiere volverse, bajarse del infernal ambiente. Otros atrás se lo impiden.
— Permiso… Permiso… —Solicita decentemente.
— ¿Cuál es el afán?… —Le grita uno.
— ¡No empuje! —Le grita otro.
Lo empujan, manosean, jalan, le rompen la camisa, oye hijueputazos, quejidos, insultos… carcajadas. Obligado también empuja para salir cuanto antes…
— ¿A este pendejo qué le pasa? … ¡Oiga no me toque! ¡Que se ha creído! —Grita una mujer a un hombre que está pegado de ella.
— ¿Qué, no puedo? —Le responde y la aprieta. Ella le golpea la cabeza con su cartera.
— ¡Puta! —El hombre le grita y adolorido la suelta.
— ¡Que lo bajen! ¡Que lo bajen! —Gritan distintas voces defensoras de la mujer y entre los pasajeros se esconde …
Le chorrea el sudor por todas partes, el calor se hace insoportable y siente que se asfixia. Nunca había montado en un bus. Comienza a comprenderlo todo …
— ¡No empuje carajo! —Otro también grita, pero estaba robándole…
— ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Cójanlo que me ha robado!! —Como un alarido retumba su grito.
— ¡Oiga, pare el bus. Hay un ladrón adentro!!! —Gritan al chofer que se hace el sordo. Los gritos de pare se agigantan… De repente frena su loca carrera… Los de a pie caen estrepitosamente al piso armándose un amasijo de cuerpos. Por encima, alcanza la salida y baja.
«Me rindo. Ya sé que es un racimo humano”»… Se dice.
Desde entonces, allá no hay más monopolios de empresas ni racimos humanos en buses urbanos.

2. JUEGOS de Iris Menegoz

Línea de metro roja, destino Bisceglie.
Nueve de la tarde de un día de marzo.
El vagón está casi vacío. Me siento cansada y un poco triste como siempre cuando regreso a mi casa por la noche.
Frente a mí está sentada una familia de cuyos rasgos deduzco sea hispanoamericana.
Un joven padre, una nena de unos tres años, preciosa, con carita seria, concentrada en un juego electrónico. Cerca de ella un hermanito de unos seis años. Gordito con gafas de miope. Enganchada a él, la madre le susurra preguntas de aritmética.
— ¿Siete más tres?
El chico muy serio cuenta con sus dedos gorditos y un poco pegajosos.
— ¡Diez!
— ¡Bien!
— ¿Cuatros menos uno?
— ¡Tres!
— ¡Bien!
— ¿Siete menos dos?
Siempre contando muy concentrado, la mirada del chico se cruza con mi mano que marca cinco.
— ¡Cinco!
— ¡Bien!
El juego ha empezado entre nosotros. Mamá no se da cuenta. Papá sí, y sonríe.
— ¿Cinco más cinco?
Un vistazo a mis manos y un rápido
— ¡Diez!
— ¡Bien!
— ¿Cinco menos tres?
— ¡Dos!
— ¡Bien!
El juego sigue hasta mi parada. Me levanto. Mamá y papá me sonríen, el chico me dice «chau». Solamente la nena sigue jugando con su juego electrónico. Quizás piensa:
«¡Qué raros son los mayores, se divierten con juegos tan bobos!»

3. SE SUBIÓ AL TRANVÍA de Pamela Ortega.

— ¡Síguelo! ¡Síguelo!, —dijo ella en un grito desesperado de dolor y rabia a la salida de la estación de trenes llena de gente, que la miraba sin detener su paso, apresurados por llegar al trabajo, poco después de las 08.00 de la mañana.
Él, que más adelante buscaba un lugar tranquilo para apoyar las maletas y tomar desayuno, no entendía nada, no sabía qué estaba sucediendo… ¿a quién debía seguir? ¿Por qué su mujer gritaba? Ella, para entonces había abandonado las maletas y estaba desesperada en medio de la multitud como si le quedaran segundos de vida a ella y al mundo.
—¡Deténganlo! ¡Por favor, deténganlo!
El joven sube al tranvía que en ese momento pasaba, enfilándose disimuladamente entre los pasajeros mete la cartera de la mujer dentro de una liviana bolsa oscura. Sentado algo tembloroso, esconde sus ojos detrás de los vidrios, convencido de que nadie lo nota.
— ¡Paren el Tram!! —fue el último de sus gritos, antes de aterrizar en el pavimento con su cara, solo entonces los curiosos se detuvieron y la rodearon, mientras su marido miraba la escena como quien mira un film desde el diván de su casa.
— ¡Una ambulancia!! ¡Una ambulancia!! —repetían las voces mientras permanecía detenida la fornida máquina, de igual forma que en otros horarios del día se escuchaba la música, con melodías que variados artistas ofrecían a cambio de monedas de euro de regalo.
— Bájate, —le dijo un anciano con voz de mando y continuaron uno a uno a insultarlo… al muchacho no le queda otra alternativa que bajar del tram y caminando en frente de las acusadoras miradas devuelve la cartera a la señora. No importa la cartera dijo ella, cuando desde el tranvía comenzaron los disparos.

4. RIESGO ASINTOTA de Luis Martin Ghiggo

Lo que estoy escribiendo… podría no ser realidad.
Recuerdo, aquel invierno. Aprendí a fumar.
Los vicios, todos son malos; pero no cabe duda de que la soledad es también parte. De consejera; nos dice que probablemente es necesario, joderse el cuerpo, ya que con el alma no se puede. Por eso, escribo esto, sin procurarme cuaderno ni lápiz. Los sesos están trabajando a mil.
(Necesitaba llegar, por eso subí) Por las ventanillas, cuando el verde captura la vista, voy hacia atrás.
— ¿Hijo, ves esos carriles?… son rezagos de un tiempo.
—¿ Cuáles, papá? ¿Cuáles… ?
— ¡Qué buenos tiempos! Recuerdo cuando sentado en la acera soñaba con subir; ser de aquellos que saludan desde el trencillo (parecía un tren). Todavía, cuando miro estas calles, lo veo pasar, repleto de gente. Vi a tu abuela subirse a uno, creo que por eso la conocí. Le pregunté:
— ¿Cómo era por dentro? ¿Qué rutas hacía en la ciudad? ¿Cuánto costaba el boleto?
—Mi papá es el conductor, respondió.
— ¿Cuáles, papá… ?… ¡abuelo, abuelo!!
— Dime hijo.
— Olvídalo, no es nada.
El carente aire, que se perdía, recupero la realidad. La siguiente parada, era la última. Estábamos en el centro, donde los parques no continuaban. La ciudad se comía el tiempo, dejando nostalgias rotas. No, quise bajar.
— ¿Es terrible?… ahora, entiendo. Abuelo, nada ha cambiado, ni dentro ni por fuera.
— Si cierras los ojos, aún puedes sentir el olor a madera, a veces puedes sentirte. Sentir que tú te subiste, aquí conmigo, donde el recuerdo es más fuerte. Donde los vicios, no pueden con el cuerpo, ya que en primera línea el alma hará más fuerte la vida.
— ¡¿ Abuelo, qué pasó?! … llegaste, al fin llegaste, hijo.

— ¡118, 118! ¡Ayuda! Hombre, tranvía… ¡no respira, ayuda!

5. PRIMER DÍA de Luis Alberto Prado

Un día de invierno mientras me trasladaba en el tranvía rumbo al trabajo me vino la nostalgia, el recuerdo que me acongojaba y no quería escapar de esa paradoja que está muy dentro de mí, como lección de vida.
Primer día de clases para mi bebe, yo un poco exaltado por saber cómo reaccionaría mi dulce niña en la escuela. Curiosamente mi vecina también llevaba a su niño por primera vez, aunque él era un año mayor.
En el camino, deshojando un poco los nervios íbamos conversando y ella (mamá del niño) me decía irónicamente: hoy tu hija no se queda, veras que va a llorar y luego se reía a carcajadas; durante el trayecto a la escuela me repetía constantemente, yo simplemente me mordía las muelas con tal de no ser grosero.
¡Aleluya! Llegamos a la escuela, parecía una primavera encantada, un recital de nunca acabar; después del cántico de las golondrinas es lo más hermoso que he escuchado, niños gritando, corriendo de aquí para allá.
Nos presentaron el aula, la maestra, todo bien hasta ahí; con un poco de temor me despedí de mi hija al igual que ella hacía lo propio con su hijo, cuando salíamos del aula mis lágrimas no resistían más, mi niña me miraba con su angelical sonrisa y justo cuando quería configurar ese inolvidable momento… exploto la bomba, con un grito que resonó más allá de las paredes de la escuela el hijo de mi amiga comenzó a llorar desesperadamente rogándole a su mamá que no le vaya a dejar, fue tanto el laberinto que formó que a la profesora no le quedó más remedio que dejarlo andar
Creo que la moraleja se sobreentiende, gracias por escuchar una parte de mi historia familiar

6. EL ÚLTIMO TRANVÍA de Raffaella Bolletti (*)

Deseaba subir una última vez a ese tranvía n. 23. Fue a la parada mientras el tranvía iba acercándose. Era uno de los nuevos, largo y de color amarillo y blanco. El hombre, muy mayor, se preguntaba qué era ese tren, él estaba esperando EL TRANVÍA, el de color verde, el que tenía un sólo vagón, el que había utilizado durante muchos años. Pero, verde o amarillo ¡qué más da! Subió y descubrió que todo resultaba muy distinto de lo que recordaba. Comparó el tranvía a una Babel donde todos parecían hablar solos y donde los demás se veían obligados a escuchar asuntos ajenos. Además, los estudiantes habían puesto sus mochilas en el pasillo, dificultando el paso, comían bocadillos y jugaban al mismo tiempo con algo que él no podía identificar, el iPad. Nadie le hacía caso. No tenía billete, si subía el controlador lo iba a pillar; ¡al diablo! Le daba igual. Tomó asiento cerró los ojos, apoyó la cabeza en la ventanilla y se dejó llevar por la oscilación rítmica del tranvía como en un ir y venir del pasado al presente. Pronto se quedó dormido. Soñó con el taquillero que vendía el billete, ese pequeño rectángulo de un sutil papel rosado, soñó con el tranvía de los bancos longitudinales de madera, de espaldas a las ventanillas, con los pasajeros sentados cara a cara escrutándose minuciosamente. No despertó al acabarse el viaje, se fue así, cumpliendo su deseo en un tranvía de los nuevos.

7. EL TRANVÍA DE OPCINA de Luigi Chiesa

Todo estaba listo el día de la inauguración, el alcalde había dado una rueda de prensa sobre el hecho de que habían renovado una de las líneas más antiguas de Europa. Todas las autoridades presentes, dos escuadras de representantes de las fuerzas armadas con uniforme de gala, penachos de oro como si fuera una llamada a las armas. Coraceros enviados por el Presidente acompañaban al Viceministro de Asuntos Exteriores, la banda militar de música empezó a tocar. Se manifestó un gran agradecimiento con una ovación dándole las gracias una vez más. En el tranvía la gente llevaba puestos atuendos ceremoniales, rosas rojas, serpentinas, trompetas de papel, brindando con champán ofrecido por el Consejero Regional de Transporte, era la temporada de carnaval.
— ¡Señoras y señores, el himno nacional! Desearía pedirles que rindiéramos homenaje a la bandera, guardando un minuto de silencio.
Todos se pusieron en posición de firmes, formados y callados.
— ¡Mueva ese trasto! —Gritó uno.
El jefe de estación silbó la salida del tren que, arrancando, resoplando, empezó a moverse. Hizo unos metros y después se paró. El maquinista ferroviario bajó de inmediato agitando un gorro, la locomotora recién reformada estaba estropeada y además no entendían el motivo del descarrilamiento. Necesitaron cinco horas para sacar un hombre pordiosero destrozado entre los dos raíles; mientras tanto la gente se había ido ya.

8. EN EL TRANVÍA de Jean Claude Fonder

Cuando salgo de casa, ya está en la parada. Acelero el paso para no perderlo. Es un modelo muy reciente, se parece a los viejos “jumbos” de color naranja, enormes y macizos. Éste es más fino, más esbelto y de color beige y amarillo, pero todavía hay que subir a bordo. Lamentablemente los tranvías de piso bajo, en Milán, son mal concebidos. Son más fáciles para los mayores, pero la gente prefiere la madera de las banquetas en los antiguos tranvías que deambulan nostálgicamente. Son cada vez más numerosos en la ciudad.
Por suerte, y aunque estemos todavía en hora punta, encuentro un asiento y tomo mi móvil. El trayecto, creo, será largo. Miro a mi alrededor y veo que no soy el único. Casi todo el mundo tiene un smarphone en mano. Uno habla sin pudor al teléfono, otros escuchan la música manifiestamente rítmica. Algunos, chicas sobre todo, chatean febrilmente con dos manos, muchos, los hombres esta vez, se ensañan con juegos tristemente banales. Otros hacen desfilar las entradas de las indispensables redes sociales. Yo leo.
¿Qué hacían antes? La misma cosa por supuesto, el móvil existe desde hace mucho tiempo, los lectores de casete o de CD también. No faltaban los periódicos, gratis o no, los hombres subyugados por el fútbol, las mujeres por los cotilleos. Algunos, sobre todo las mujeres, a pesar del estorbo leían un libro, por otra parte hoy, lo hacen todavía. Además, desde siempre hablan, y hoy lo hacen enseñándose algo en el móvil.
Desde siempre un salón animado que recorre alegremente la ciudad.
En el metro van a asfixiarse, en el autobús corren el peligro de estirar la pata.

¡Tomemos el tiempo, tomemos el tranvía!

9. UNA FOTO ENMARCADA de Silvia Zanetto

He tenido que venir al dentista, obligada por un maldito dolor de muelas…
“Póngase cómoda, el doctor llega enseguida” me dice la enfermera, y se va.
Pero yo no me siento cómoda para nada. Observo mis piernas cruzadas sobre la butaca, los arneses infernales que me rodean, las cortinas de un blanco grisáceo que cubren la única ventana, y las manos se me retuercen.

Hay también una fotografía enmarcada, colgada en la pared, es una imagen en sepia del Milán de hace un siglo: un tranvía pasando por la plaza de la Scala. Un grupo de señoras pasean con sombreritos de plumas, barriendo el suelo con sus largas faldas, los señores llevan trajes negros y sombreros hongos o de copa.
Una señorita de blanco sube al tranvía, los ojos le parpadean, le tiemblan un poco las piernas: es la primera vez que va sola. Un joven de bigotes se fija en su rostro de muñeca y en sus pestañas negras y se le escapa una sonrisa. Ella se entera e inmediatamente se da la vuelta. Busca un asiento, pero no hay: su boquita se cierra en una mueca de contrariedad. El joven se dirige educadamente a ella y le pregunta si quiere sentarse. El rostro de muñeca se pone rojo y, por supuesto, como en una novela rosa, se le cae un pañuelo de encaje y él se lo recoge…

“Buenos días, señora!” me dice alguien que lleva una bata blanca.
Es el dentista.

10. LOS PLANES DEL TRANVÍA de Higinio Rodríguez

Mauricio Zafra viajaba en el tranvía hasta Madrid. Iba con el maletín encima del regazo, bien cerrado. Dentro, rígidos, los folios ordenados con imperdibles y grapas. Su cuerpo recto, erguido, preparado para saltar a cada traqueteo del gigante rodante, dentro de un traje gris que sujetaba el todo.
El primer paso fue el sí del alcalde, el primer sí en la vida de Mauricio. El pequeño de los Zafra, una familia venida a menos de Melaza, un pueblo venido a nada donde con 4 hermanos mayores ninguno tenía un sí en la boca para él, un don nadie. Cuando murió el padre, se abrió su camino en la empresa de un tío afincado en el norte, un esclavismo velado por la protección que se le ofrecía. Los planos, diseños, documentos y permisos se convirtieron en su hábitat, su piel se tornó del mismo blanco sucio de los folios, y su físico ya maltratado, era puro papel ennegrecido.
Cuando volvió a Melaza, todo seguía igual: un pueblo blanco, sin industria, sin movimiento, sin máquinas… todo por escribir. Para los ojos pueblerinos el joven Mauricio era un misterioso partido que prometía. Lina le apuntaba con dos faros verdes en una puesta de Sol. Mauricio había diseñado todo el trabajo con el objetivo de ver las estrellas entre esos faros, los había presentado con el cuerpo temblando, con un fuego de grandeza esperanzada.
Plantearlo ya era un triunfo, el sí del alcalde lo había entronado. Era alguien finalmente, alguien que se podía amar. Antes de partir fue frente a una casa, esperó por unos ojos y le dijo a un oído. —Voy a Madrid, te traigo el tranvía.— Los faros brillaron como nunca, brillaron de un amor correspondido y brillaron tanto o más cuando supieron que el gigante crujió rompiendo los papeles en pedazos de Mauricio. Brillaron tanto que quedaron fundidos con un suspiro.
—Me traías el tranvía y te llevó él por el camino.

(*).. Micro ganador