La luna duerme sola

A veces, la verde y sangrienta luna nos devuelve a la melancolía criminal de las calles vacías por las que antes circularon gentes que un día incluso llegamos a amar, o nos devolvieron un gesto de agradecimiento al cederles el paso o desearles un verano feliz de mares abiertos y soles perpetuos.

A veces llega la noche y el sueño se resiste dejándonos a la luz de la sangrienta luna de Borges, aquella que iluminaba su cara ciega en las calles de Ginebra a orillas del Leman y cuya luz él ya no podía ver, solo sufrirla. Luna de sangre en el espejo fortuito de nuestras ventanas que duplican su imagen de cara redonda cubierta de cráteres por los que se pierde el sueño que sigue sin alcanzarnos. Y cuando no soñamos dormidos, ensoñamos despiertos, territorio mucho más propicio para elegir la calidad y decurso de nuestros sueños.

Dicen los sabios que la nostalgia es la forma más rápida y peor de envejecer, pero seguramente nosotros nos volveremos irremediablemente nostálgicos cuando volvamos a la antigua normalidad. Cuando llenemos de golpe las plazas y los mercados, cuando nos veamos envueltos en atascos de decenas de kilómetros, cuando no encontremos mesa libre en nuestro restaurante favorito ni hueco propicio para la toalla a orilla del mar, donde ya no cabe ni un guijarro y el agua se vuelve sospechosamente turbia.

Qué extraña época estamos atravesando. Los elefantes de Thailandia abandonan los parques de animación porque ya no hay rebaños de turistas que les ofrezcan un puñado de bayas. Se ven constreñidos a atravesar las montañas y volver a casa, allá, en los prados del norte, donde los aldeanos vuelven a talar los bosque para plantar maíz o avena hasta completar el mínimo de 200 kg. diarios que necesita cada uno de estos felices paquidermos. Mientras, en Siberia, los científicos trabajan a todo ritmo para, desde el ADN de los fósiles, volver a la vida al mamut, ese tío abuelo de los elefantes. Ya se ve en el triste mirar suyo que se sentían huérfanos, tan grandes y solos, sin sus ancestros.

Cuando se recupere la antigua normalidad habrá sin embargo cosas nuevas que hacer, como, por ejemplo, dar de comer a esos mamuts resucitados. ¿Qué les podrán ofrecer las manadas de turistas árticos que se atrevan a aventurarse en el gélido hábitat de esos gigantes? ¿Un filete de bacalao que ensartarán sobre un colmillo?

Maravillas hemos de ver. Unos desalmados furtivos (tal vez solo agricultores hartos de los destrozos de la bestia) abaten a tiros a un pacífico oso en los Pirineos. Osos que habían desaparecido y han sido recientemente injertados en el territorio procedentes de los Balcanes. Entretanto, un congénere suyo, huido de la habitual imagen complaciente que nos ofrecen los dibujos animados, circula, cordillera Cantábrica adelante, con las fauces ensangrentadas por la sangre de una hembra osa a la que, en un acto de incontestable violencia machista, no solo ha dado muerte, sino que durante semanas se da un festín. Acompañado por aves carroñeras, se alimenta y disfruta con los despojos de la difunta ante la atónita mirada de su bebé oso. Solo nos faltaba que los bichos esos de la antigua o nueva normalidad nos dieran ideas a los depredadores de dos patas.

Podría resultar que de esta antigua y nueva normalidad el viento cósmico soplara favorable en la mente humana y le infundiera ideas benefactoras. Por ejemplo, la de inventar un servicio de limpieza que dé al traste con esas islas, semicontinentes de plástico, que, bajo obesas nubes, navegan por los mares del Sur a la deriva en busca de náufragos a los que podrán ofrecer solo lo inhóspito de su naturaleza, tan ajena a la Naturaleza que las vio nacer. Nuevas compañías verán florecer el reconfortante negocio de armar una flota de observación para las manadas turísticas que contemplarán, con ecológico regocijo, cómo rayos que no cesan o torpedos que alcanzan la línea de flotación, hacen saltar por los aires, sin dejar residuos, claro, las plásticas islas que no tienen raíces y que durante décadas han alimentado de micro plásticos a esos inocentes peces, moluscos o mariscos que igual de inocentemente nosotros hemos ido degustando en restaurantes de lujo o en chiringuitos de playa.

Surgirán nuevas religiones como la de la iglesia unificada por el redescubrimiento de la Naturaleza. Asistiremos sin duda a ritos nuevos, como el del arrepentimiento y penitencia colectivas por la deforestación salvaje o la incomprensible y convulsa pasión de reconquistar el Everest en masa.

Qué placer en esta nueva normalidad sería poner un huevo en la cafetera y el café en la sartén, todo por una nueva economía doméstica, con tripas de lagarto como postre. Y después huir a la calle donde el pueblo llano muere entre las aguas termales de las residencias de ancianos o pide sopas gratis en los centros asistenciales. Todo vale con tal de alcanzar una claridad que no sea la de la sangrienta luna de Borges. Luna siempre ausente, recogida en sus ciclos que ya nadie comprende y algunos siguen interpretando para dar sentido al largo recorrido de sus religiones.

Todo florecerá en un mundo que, aunque nos sea difícil seguir reconociendo como nuestro, siempre nos ofrecerá otra nueva oportunidad de echarlo a perder.

Arturo Lorenzo.
Madrid, Junio de 2020