El muelle

Imbuido en sus pensamientos, había perdido la noción del tiempo que tenía ahí sentado en la punta de aquel viejo muelle. ¿Dos, tres, cuatro horas? tal vez, no sabía, no llevaba su reloj puesto. La tensión en su mano derecha lo devolvió a la realidad. Se levantó emocionado. El movimiento de la caña de pescar de arriba a abajo, de izquierda a derecha, era cada segundo más fuerte. Luego de esa corta lucha entre el animal y él, finalmente la caña dejó de moverse.
-¡Al fin pesqué algo!, exclamó Federico.Lentamente fue recogiendo el cordel de nailon y ante sus ojos fue apareciendo un hermoso pez de casi un metro, calculó velozmente; era hasta ahora el más grande que en sus sesenta y cuatro años había logrado pescar. Sus tonalidades eran grises y azules, no sabia qué tipo de pez era y no le importaba en ese momento, luego lo averiguaría. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Había valido la pena las horas ahí sentado.
Era su primer domingo de vuelta a vivir en la casa que había sido de sus padres, que él había heredado y ahora decidía habitar nuevamente luego de su jubilación. Una hermosa propiedad, espaciosa, luminosa, con un jardín pequeño muy bien cuidado y al frente un muelle a orillas del mar. En ese mismo muelle cada domingo se sentaba con su padre cuando era niño, cada uno con su caña de pescar. Federico había aprendido a amar la pesca, el mar, la tranquilidad y el silencio; era parte de la herencia de bienes intangibles que le había dejado su padre.
Sentado durante esas horas, una película con las escenas más importantes de su vida pasó frente a él reflejadas en ese mar cristalino. En esa casa vivió desde que nació hasta los 18 años, cuando su padre murió y decidió dejar el nido e ir tras sus sueños de convertirse en biólogo.
La memoria es una trampa, pensó. Se había jurado en el baúl de sus recuerdos las tragedias familiares, pero ese muelle lo retrotrajo a su pasado. Los momentos más felices y más tristes los había vivido sobre él. Recordó la primera de ellas; su hermano menor Gabriel, de apenas cinco años, cayó por descuido del mismo muelle, y sin saber nadar, en cuestión de segundos perdió la vida. Federico y sus padres estaban en la casa y habían dejado a Gabriel en su cuarto durmiendo. El pequeño se despertó y salió a jugar, sin que el resto se percatara de ello.
A la tragedia de la muerte de su hermano justo sobrevino una segunda, a los dos días Federico empezó a perder la visión. Ante sus ojos solo se proyectaban bultos y luces. Su madre devastada por la pérdida del pequeño de la familia dejó en manos de su esposo la ceguera de su hijo mayor. Luego del rosario de exámenes al que fue sometido no había diagnóstico sobre el mal que lo aquejaba, no había enfermedad aparente que causara esta pérdida de visión.
Durante siete meses Federico, que para entonces tenía doce años caminó ayudado por un bastón. No hubo tratamiento, era considerado un caso particularmente extraño. Así como perdió casi la totalidad de su visión de igual forma la fue recuperando, paulatinamente. El milagro fue celebrado tímidamente porque aún el luto por la muerte de Gabriel se respiraba en cada rincón de la casa.
-Federico, Federico, la cena está servida, dijo en voz alta Manuela, su esposa, desde la ventana de la cocina.¡Qué bien, lograste pescar algo, mi amor!
Mientras él caminaba hacia la casa, su vista se nubló por segundos, las imágenes se desdibujaron y fragmentaron, otra vez los bultos y luces aparecían como invitados indeseables en sus ojos. Se quedó paralizado por segundos. Sintió que le faltaba el aire y exclamó con desesperación. ¡No, Dios mío, otra vez no!.
-¡Manuela, Manuela no puedo ver ! corrió hasta el muelle y lo abrazó lo más fuerte que pudo. Le susurró al oído: tranquilo, tranquilo, no pasa nada.
Manuela condujo de la mano a su marido hasta la casa, no pudo sentarse a cenar, se fue a su habilitación y le pidió a su esposa que lo dejara a solas.
Manuela recordó el pescado que habían dejado en el muelle lo buscó y guardó. Pensó cocinarlo al dia siguiente para el almuerzo y darle esta pequeña sorpresa a su esposo y levantarle el ánimo. Ella se sentía tranquila, tenìa la certeza que, una vez más, como siempre había ocurrido con Federico, recuperaría la visión.
El no tenía el mismo optimismo. En su habitación con los ojos abiertos recordó el segundo episodio de ceguera, cuando murió su madre y el tenía solo quince. Ella pidió que lanzaran sus cenizas desde el muelle. El tercero le sobrevino cuando murió su padre, tres años después. Un infarto arrebató a su eterno compañero de pesca. Al igual que su madre, su ultima voluntad es que sus cenizas fuesen esparcidas en el mar desde el muelle. Federico cumplió la voluntad de su padre.
Solo le faltaba acudir a un psicólogo o a un psiquiatra, pero su tozudez se lo impedía. «Yo no tengo ningún problema emocional, no estoy loco, no me invento mi ceguera, pasa y no tengo idea por qué. No voy a ir a ningún especialista a que me mediquen», siempre había sido el mismo argumento defensivo.
Al dia siguiente Manuela en el almuerzo lo sorprendió con el pescado. Su pescador, lo había olvidado por completo. Esta pequeña sorpresa le devolvió la sonrisa, lo comió con gusto; decidió dejar de lado sus temores y deleitarse con el pez más grande que había logrado capturar.
-Mañana salimos a las siete de la mañana, debo manejar dos horas. Tenemos cita con el oftalmólogo más renombrado del país. Veremos qué te dice, dijo con firmeza Manuela.
El le advirtió:
-Acepto ir a la fulana consulta, solo con una condición, que no le contemos mis episodios de ceguera temporales ocurridos en mi vida. No quiero volver a escuchar lo que ya he oído antes: que no hay enfermedad, ni causa física, que lo mío ya está en el campo de la psicología peor aun, rozando la frontera con lo esotérico. Estoy cansado de lo mismo.
Al dia siguiente llegaron al Hospital, el médico vio al paciente, hizo el respectivo examen físico y al terminar habló les dijo:
-No sé cómo van a interpretar lo que les diré a continuación, pero sus ojos están bien, no existe ningún problema. Quizá haya que descartar algún tumor cerebral que comprometa la visión, pero no creo que esa sea la causa. Igualmente es mi deber descartar todas las posibles patologías que puedan estar asociadas a su ceguera.
Comprendo doctor, dijo Federico.
-¿Y tengo que seguir algún tratamiento, tomar alguna medicina?
-Por ahora no voy a recetarle nada, sería recetar a ciegas. Ésa es una observación apropiada, apuntó el ciego con una sonrisa un tanto nerviosa.
Manuela, interrumpió:
-Doctor, yo quería comentarle que… Federico interrumpió abruptamente a su mujer.
-Doctor, no se preocupe, me haré todos los exámenes que usted me indique.
El médico asintió sin mirarlos, y no se percató que Manuela quería, en efecto, comunicarle algo. Vuelva con su marido cuando tengan los resultados, y si mientras tanto hay algún cambio, llámeme.

Aquella noche, Federico soñó por primera vez en su vida que estaba ciego. Se despertó sudoroso y agitado. Se levantó sobresaltado, eran las siete de la mañana, se dirigió a la cocina pensando que Manuela estaría allí. Y no fue así. ¿Manuela, Manuela dónde estás? Recorrió con su bastón toda la casa, llamando a su esposa.
Salió al jardín y pensó: quizá fue a comprar algo y no quiso despertarme. Esperaré que regrese. Decidió esperar en el muelle, sentado, con los pies metidos en el agua, disfrutando el sonido del mar y el viento. Empezó a recorrerlo y a escasos metros la punta de su bastón se topó con un obstáculo. Con la punta tocó y recorrió con delicadeza la dimensión, era largo. Decidió agacharse y cerciorar con sus manos de qué se trataba. Apenas tocó comprendió que se trataba de un cuerpo tendido, siguió palpando y empezó a gritar auxilio, auxilio, tocó con desesperación el rostro y el cabello y con un grito desgarrador lanzó desde ese muelle su suplica:
-¡No Manuela, No Manuela, tú no, no me abandones! Se acostó a su lado bañado en lágrimas y con la desesperación de su dolor y su ceguera. Quizá su sueño fue premonitorio, quizá esta vez los ojos de Federico no correrían con la misma suerte.


Narsa Silva

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Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)

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